Sobre este libro

Fue presentado en la V Feria del Libro de Junín en septiembre de 2009, con palabras de mi amigo Rubén Liggera, y la presencia de algunos de sus personajes, a saber: Tommy Kenny y Susana Tasso. La impresión y encuadernación de los 300 ejemplares de la primera edición estuvo a cargo de Ricardo Cárdenas, que la hizo en cinco días. Agotados los ejemplares (no el autor) desde hace dos años, es un buen momento para plegar sus tapas en forma de avioncito, y lanzarlo a volar por la red.

jueves, 15 de marzo de 2012

Tapa y contratapa





Infancia en Ameghino


Plan
A tía Anita

Hace aproximadamente quince años, después de haber pasado los cincuenta, comencé a descubrir lo que todo viejo sabe: no hay cosa mejor que jugar con los recuerdos. Pero hace falta llegar a cierta edad para darse cuenta. En ese tiempo comencé a recordar de manera distinta mi infancia, y hasta a verla como una historia nueva. Objeto de indagación, en vez de mero apéndice de mi memoria. Territorio y tiempo inicial de la vida, la infancia es, por supuesto, tierra propicia para las ensoñaciones y los mitos. Recordarla, navegar en sus no reconocidos significados, significaba entrar en un agua bautismal. El ser que comienza a sentir la decrepitud, para conjurarla se sumerge en las aguas del Ganges primigenio.

Así fue que comencé a escribir estas páginas sobre mi primera edad, como parte de un tratado más extenso que considerase luego los años de juventud, la etapa de la construcción de un lugar en el mundo, hasta llegar al presente, a este lugar donde escribo, junto al vidrio esmerilado, traslúcido pero casi indescifrable, que separa este tiempo de los otros.

Desde esta ventana donde siento pasar el tiempo veo también un niño de siete años, pedaleando su triciclo. Lo miro atentamente, su pantalón corto y su sombrero blanco. De pronto, acelera, corre por el caminito de baldosas, y empieza a volar. Sí, vuela, y al verlo no me sorprende que el triciclo tenga alas... y en parábola perfecta llega hasta la torre del molino, en su pequeña plataforma situada a seis metros el suelo.

Demoré un tiempo en darme cuenta que cada vez que narraba este sueño infantil me inventaba un pasado, y así entendí la magia de este género, a cuya enseñanza me dedico en talleres, por correspondencia. Falsificador como todo aquel que se ha propuesto decir la verdad, comencé a seguir la pista de mis propias exageraciones y frases declamatorias, que ahora me resultaban difícil de leer. ¿Quién era ese sujeto que había tomado por asalto mi vida para contarla a su modo?

Ese ser maléfico era nada menos que el biógrafo, un entrometido. Yo, hombre precavido y solitario, un modesto Hyde, me desdoblaba en Jeckill. No dudé un minuto y comencé a anotar en letra más pequeña mis comentarios sobre una lectura anterior. Y así descubrí que lo malo, sabiamente utilizado, es bueno. (Citar el Tao).

Entonces, mientras bebo un trago que acabo de preparar (un chorrito de ginebra Llave, otro de caña Legui, y dos de agua. Hielo), pienso que estas treinta páginas me piden un destinatario, y lo he hallado en Vos, a quien presumo como lectora ideal. Porque creo, querida tía, que me tienes perfectamente calado. Mis rememoraciones no agregarán mucho a lo que ya sabes de la familia, pero a lo mejor te entretienen, y ojalá te diviertan. Luego, si algo te ha interesado, me escribirás, y yo te responderé. Como ves, te he elegido como interlocutora para un ejercicio de autobiografía interactiva que he imaginado para entretenerme en esos aburridos días de la senectud, web mediante.

Tanto Vos como yo vivimos solos. Los dos tenemos, por suerte y a Dios gracias, tiempo suficiente para jugar. Tu sobrino que te quiere.
Beto


Método

Me guío por lo que me contaron, lo que vi, lo que leí, y lo que deduzco.

Antecedentes de la familia paterna

La historia del apellido paterno comienza en estas tierras con Joaquín Domingo Tasso (¿1839/40? - ¿1920/22?) que llegó de pocos meses a Buenos Aires, con su papá y su mamá, de quienes aún no sé nada. Entre su nacimiento en Sampierdarena y su muerte hubo, como es lógico, muchas situaciones que se inscriben en períodos históricos que cabe investigar. Apenas desembarcados en Buenos Aires, decidieron que era mejor irse a Montevideo. Otros italianos ya lo habían hecho, quizá empujados por la violencia política de los “años del terror”. Lo cierto es que en Montevideo había una colectividad italiana y probablemente un barrio con tanto color local como la Boca. Allí, habrán vivido el sitio de Montevideo, que Alejandro Dumas describió en “La Nueva Troya”. En ese período de conflicto, los italianos formaban un escuadrón que dirigió Garibaldi. Me he imaginado la búsqueda en los archivos uruguayos buscando el apellido en las listas de voluntarios.

 
Joaquín Domingo Tasso. La Voz de Colón, Colón (BA), circa 1920.

Unos años después, no se cuántos, regresaron a Buenos Aires. Mi bisabuelo Joaquín vivió mediante el oficio de hojalatero ambulante en la Capital, y más tarde se empleó en un almacén de ramos generales en Baradero, donde se casó con Isabel Salas, la hija del dueño. Compró un campo de 750 hectáreas en Colón: introdujo el arado de hierro, y ocupó el cargo de intendente hacia 1870/80. Era, según los relatos, un agricultor progresista, y un hombre de fe: sabemos que hizo varios viajes a Europa porque del último quedó una medalla “Recuerdo de mi 4ª peregrinación a Roma y 2ª a Jerusalén”. Según papá y la tía Queca fue socio fundador de la Sociedad Rural Argentina allá por 1870. Sin embargo, no figura en la lista de los fundadores sino unos años más tarde, según pude comprobarlo en el archivo de esta institución, en Florida al 300, Capital. Un edificio coqueto, neoclásico. Abajo estaba la peluquería para los socios, donde un siglo más tarde papá solía ir a cortarse el pelo.

A su muerte Joaquín tendría unos 80 años, y una vida lograda. Después, la estancia fue repartida en herencia, pero ninguno de los hijos conservó su parte mucho tiempo. Entre ellos estaba mi abuelo Rodolfo, de quien todavía sé demasiado poco. Era el tercer hijo, después de Clotilde e Isabel. Nació en 1870 y compartió el trabajo de la estancia San Joaquín, quizá más que ninguno de sus hermanos. En su Boleto de Marca de 1915 aparecen cuatro sellos: La Plata, donde fue emitido, y además Colón, Pergamino y Junín, los lugares en lo que comerciaba hacienda vacuna. Se casó con Rosa Benedicta Figueroa. Cuando papá decía “mamá era una santa” se le humedecían los ojos. En su mesa de luz tenía un retrato de ella, y lo besaba todas las noches.

Rodolfo y Rosa tuvieron dos hijos antes que naciera papá: Rosa –la tía Pocha-, y Adolfo. Vivieron en Pergamino hasta su muerte, y los conocí a los dos. La recuerdo muy bien a la tía, que nos visitó muchas veces en San José y La Libertad. Era soltera, y vivió la mayor parte de su vida en una casa de pensión. Su trabajo consistía en repartir participaciones de casamiento o aniversarios casa por casa. De Adolfo tengo el recuerdo de una o dos visitas, cuando ya estaba jubilado; también había sido mayordomo de estancia. Recuerdo a su señora pero no cómo se llamaba. Su única hija fue Marisa, a la que suelo ver de tanto en tanto; todavía me acuerdo de la fascinación que sentí al observarla tocar el piano, en casa de las chicas Aristegui.


Rodolfo se suicidó un día de 1927. Tengo en el ropero la ajada nota de La Voz de Colón que mamá conservó; dice que fue en Pergamino, en una pieza de hotel. Y que estaba pasando una depresión debido a unos reveses de fortuna. El suicidio honorable, junto a la vocación emprendedora, migratoria, rural y forestal, y a la fama de ser orgullosos, empecinados y algo locos, son los rasgos de los Tasso que recogí en distintas entrevistas.

Boleto de marca de Rodolfo Tasso, 1915


Un mandato

Alguien se había dado cuenta de que había otras cosas más importantes que las hectáreas y la fortuna de Don Joaquín. Era un niño de ocho años, que unas tres décadas después sería mi papá. Su abuelo, a quien le gustaba hacerse acompañar por los nietos, preguntó un día:
-A ver: ¿quién de ustedes plantará tantos árboles como yo?
Sin dudarlo un momento, papá dijo:
-¡Yo, abuelito!


Si algo le interesó a Joaquín, fue que sus nietos estudiaran. Prefería el Colegio de Don Bosco en Buenos Aires. Sé que ahí también estudiaron los Trillo; papá no dejaba de recordar que ellos cursaron el bachillerato, mientras que él estuvo en la escuela de Artes y Oficios, más popular y dedicada a la formación técnica. 

Rodolfo A. Tasso. Constancia de aprobación de 5º grado. Colegio Pio IX de Artes y Oficios.
Diciembre 1918



La suerte estaba echada. Y para poner árboles había que disponer de tierra. La tierra no era una entelequia sino una realidad tangible sobre la cual proyectar familia, profesión, proyectos. Desde muy joven conoció las labores agrícolas, desde la siembra y la cosecha hasta el transporte y la venta. Sabía de todos y cada uno de los cultivos, así como de vacas, caballos y ovejas. Fue colono en los campos de Atucha y conoció las luchas de los colonos arrendatarios. Tuvo chacras en Ortiz Basualdo, y en Pearson, cerca de Pergamino. Con su hermano Adolfo manejaron un tambo. La sociedad terminó un día que Adolfo se cansó y volteó el tacho de leche recién ordeñada en el piso barroso del corral. Papá siguió; fue fletero, transportando maíz en chata, y un corto tiempo empleado de la Defensa Agrícola, en las campañas de lucha contra la langosta. De entonces data su adhesión al radicalismo: “el corralón seguro ya gritaba Yrigoyen”, escribió Borges, y lo seguiría haciendo aún después de su derrocamiento en 1930.

Lo cierto es que en 1934, el año que el dirigible Plus Ultra llegó a Buenos Aires, se casó con María Esther Larralde, él 30 y ella 26.

Libreta de Familia: Rodolfo A. Tasso y María Esther Larralde, 1934
Constan los nacimientos de Marta Esther y Rosa Susana Tasso

L@s Larralde-Lasalle

Poco sé de esa etapa de formación de la familia, salvo que allí estaban Don Pedro Larralde y Doña Carolina Lasalle, atendiendo su hotel en Colón y criando sus nueve hijos, cuatro varones y cinco mujeres, una de las cuales era María Esther. Eran vascos franceses, nacidos en pueblos vecinos cuyos nombres no tengo a mano. Hay acá un hilo fuerte que llamaré memoria euskara, de la que hablaré a su tiempo, y si no lo hago ahora es porque su descubrimiento ha sido más reciente. Miré primero hacia la mitad Tasso, hasta que me di cuenta que la otra mitad era Larralde.

Mis recuerdos parten de abuelita Carolina, de quien conservo una carta escrita de su puño y letra, y un billete de un peso que firmaron sus hijos e hijas un día de su cumpleaños, en 1964. Allí están Carlos, el mayor, que guió a la familia cuando murió su papá. Fue el que abrió el sendero desde Colón a Buenos Aires. Después vino Julio, el menor de los varones; estuve en su casamiento con Haydée Macarrone. Vivían en la calle Sarmiento 1674, cerca de la iglesia La Piedad. El portero se llamaba Eloy. En el departamento de abuelita había hermosos vitrales que daban al aire grumoso de la ciudad. Cielo levemente nublado en Buenos Aires.

Las familias Larralde y Lasalle-Laplacette provenían de la Euskaria francesa, o sea vascos, lo cual explica todo. Durante un tiempo expliqué mi vida como Tasso, pero luego necesité reconocerme vasco. Recuperé mi identidad materna, de la que tengo todavía tanto para saber.

El tío Julio nos visitó varias veces. Una vez me trajo un helicóptero que volaba muy alto. Tenía un aire pícaro y establecía conmigo una complicidad que sólo saben crear los tíos. Y las tías: Anita y Lidia se ríen fácil, y su humor se entiende con el de papá: a él le gustaban las bromas, y ellas le seguían la corriente. Se producía una complicidad entre el varón y sus cuñadas. A mamá no le gustaba, y a veces se producían situaciones tensas. Hasta podría haber penado que se reían de ella. Entonces se retiraba, sin levantarse de la mesa, a un gesto altivo y ausente, que me dolía. Mamá era estricta y tenía un sentido preciso del orden familiar, que debía controlarlo ella. Así entiendo la situación: sus hermanas menores tenían que saber con claridad cuál era la forma de poner el mantel en esa casa, de qué pila de trapos (había tres) retirar el adecuado para limpiar el piso del baño, y cuál de los dos repasadores que había en la cocina debía usarse, según se tratase de secar platos o manos. Esa es la costumbre, en cuya formulación y cumplimiento es un tanto ritualista y obsesiva como sabemos que es toda ley, para los reyes, los juristas, las amas y los amos de casa. Eso marcaba la mayoría de edad dentro del régimen de familia.

¿Podía mamá haber sentido celos de sus hermanas menores? Anita me describió el momento en que papá y mamá se conocieron. 1932. Había muerto Raúl Paz, con el que papá tenía un parentesco que no puedo precisar, y su mujer era Delia Larralde, la hermana mayor de mamá. Pues bien, papá fue a ese velorio, y allí la conoció a mamá. ¿No es el comienzo de una bella historia?

Primera infancia en San José del Oeste

En 1990 regresé, después de 36 años. Fui con mi hijo Juan Cruz, y nos acompañó Clelia Andrada, una joven amiga, maestra y bibliotecaria. Salimos de Ameghino hacia el oeste, como quien va hacia Drabble. La ruta va junto a las vías, que después siguen hasta General Villegas, Bowen, Santa Rosa, Vicuña Mackena, y finalmente Mendoza. Pero no hay que andar mucho; a los diez kilómetros está la estancia. Mirando desde el pueblo sólo se ve una cortina de árboles. Al acercarnos, después de pasar por el tambo de Autilio, la cortina se va separando en pequeños conjuntos, en montes situados aquí y allá, principalmente en los bajos. Salvo un centenar de árboles que había junto al casco, donde ahora vamos a entrar, los demás los plantó Rodolfo Tasso, mi papá.

Ese viaje me enteré de cierta leyenda que circula en el pueblo, según la cual “el loco” Tasso escribió su nombre con árboles, lo cual se comprobaría mirando las plantaciones desde un avión. Me lo contó Sassaro, experto mecánico que nos conocía por haber trabajado en la estancia.

Nota sobre papá. Si tuviera que describir a papá en pocas palabras, diría que se dedicó a la tierra y los árboles. “La tierra nos da todo”, puede haberme dicho algún día, aunque no estoy seguro. Pero sí estoy seguro de escucharlo decir "cultivar el suelo es servir a la patria", informándome que ese era el lema de la Sociedad Rural Argentina; se emocionaba y se le humedecían los ojos. No sé si por lo que significaba para él la agricultura, que era mucho, o porque se acordaba de su abuelo. Ahora recuerdo sus viajes a Buenos Aires en los años 60, dedicados a pensar negocios, visitar parientes, y conseguir trabajo. Usaba lavanda de La Franco Inglesa. Vestía bien, es decir, con cierto descuido y sin ostentación. Buenos sombreros y zapatos. Cuando pasábamos frente a James Smart me dijo: “Ahí se compraba la ropa Luis Tasso (su tío). Lo despilfarró todo en ropa y en caballos de carrera”.
Creo que fue su tío Pablo Tasso quien lo recomendó a Bunge y Born, en ese tiempo una firma fuerte en el negocio de tierras y alimentos. Hizo su formación como mayordomo en la estancia Santa Catalina, que en esos tiempos tenía nada menos que 37.000 has. Cuando empezó a trabajar en La Catalina, y unos meses después en San José del Oeste, en 1941, papá tenía 37 años, la edad que Whitman hizo memorable. Del mismo modo, su salud era perfecta, o así lo parecía. La escena comienza cuando papá fue designado mayordomo de San José del Oeste, en Ameghino. Se trasladó solo, y al poco tiempo viajó mamá, mientras tramitaba la permuta de su cargo de maestra en Colón. Para entonces habían nacido Marta y Susana, de 6 y 5 años, se fueron con ella, una tarde de noviembre de 1942.

Calculo que fue en marzo del año siguiente cuando mamá y papá me pusieron en camino.

12 de diciembre de 1943

¿Cómo estaría mamá?
¿Cansada, diciendo cuándo terminará esto?
Imaginemos que sí. Hacía calor en Ameghino ese año.
Mamá estaba sentada en una perezosa, y le había encargado a la cocinera que preparase los zapallitos rellenos que le gustaban a papá.
-Después decile a Rosita que venga y traiga la pantalla. Hace tanto calor.
En ese momento llegó el Ángel de las anunciaciones y le dijo:
-Quédate tranquila, Esther. Mañana nacerá Betito a la una y treinta de la tarde. Pesará cuatro quilos doscientos cincuenta. Todo sucederá con felicidad.
Mamá le agradeció y lo saludó cortésmente, como siempre hacía ella, para anunciar que la entrevista había terminado.
Cuando llegó Rosita le dijo.
-Mañana quedarás con Marta por dos días, ya que me voy a internar mañana a las diez de la mañana. Después de 48 horas el doctor Becerra me dará el alta y esa noche vendré con Betito.
-¿Betito? ¿Quién ese ése?


Nacimiento

La clínica del Dr. Becerra quedaba a ciento cincuenta metros de la estación. No sé el horario en que pasaba el tren que venía de Buenos Aires, pero sí que a las 19 pasaba el que venía de Mendoza, precedido de resoplidos y una cresta de humo que se esfumaba sobre la planicie. Pero antes que llegara el tren llegaba la sirena del tren, y aún si uno no lo veía, sabía que el tren pasaba. Como pasé buena parte de mi infancia cerca de las vías, el tren desempeñaba un papel importante en mi vida y en mis dibujos.






Día Domingo
En Ameghino.

Es la mañana de mi pueblo y estoy junto a tu rastro. ¿Sabes cómo está la estación del tren, lustrada y orgullosa por su aseo, ahora que ya no hay trenes? Aquí lo vi a Luis Angel Firpo una tarde de octubre. Era grande como un oso y tenía un andar torpe. En la época en que peleó con Dempsey le llamaban El Toro Salvaje de las Pampas.
¿Qué vas a hacer hoy? Compartamos algo más de esta persecución. ¿En qué lugar -cerro, bosque, bosquecillo, pradera, o campo nomás- podríamos eludirnos?
Me encuentro aquí con las huellas de mi padre y mi madre, y con algunas, muy livianas, mías. Tengo pasado. Voy haciendo cuentas bajo los eucaliptus: ¿cuánto falta? ¿qué sé? ¿cómo medir mi tiempo?
El perro negro de la casa se acerca hasta mi mano. Estoy viniendo de dar vueltas, en círculos, por tantos años de mi vida. Soy un árbol lleno de memoria, ahora lanzado a andar.
¿Sabes lo que es sentir que el día comienza?

La Jornada del Cazador, 1997.
























Las enfermedades que conocí fueron el sarampión, la rubeola, la escarlatina, la tos convulsa, y la bronquitis. No sé por que razón consideraron necesario extirparme las amígdalas, cosa que hizo el Dr. Becerra cuando tenía 5 años. Parece que en ese tiempo se estilaba. Durante la cicatrización, me daban mucho helado. Si bien toleré la amigdalitis con entereza, no me gustaba ir a la peluquería, y el corte de pelo me provocaba una rabieta. Una vez, para calmarme, me regalaron tres cajas de bolitas de vidrio, muy bellas. Fui poco competente en materia de bolitas, trompos y barriletes, así como no podía hacer bailar a un yoyó. Esas habilidades las tenían mis compañeros, a los que siempre miré con envidia.

En el invierno de 1949 tuve una gripe fuerte, y pasé varios días en cama, que aproveché para dibujar. Conservo de esos días un avión, un automóvil, y la figura de un niño indio copiada del Pato Donald.

 

El juego de pelota es una actividad a la que un niño no puede resistirse. Pelota de cuero número 3, botines y camiseta de River cierto día de Reyes. Recuerdo perfectamente el tacto de la tela de la camiseta y lo bien que puede sentirse un niño si se encuentra adecuadamente vestido. Caminar con botines de fútbol por el interior de la casa ya es inenarrable. Más aún, correr sobre el pasto o la tierra, descubriendo por qué razón fueron inventados los tapones. Me gustaban los simulacros de juego, pero el juego como tal, en el campito, no me gustaba, no sabía cómo jugar y supongo que me atemorizaba la cancha. Pero la épica del fúbol era extraordinaria, y la identificación con Labruna y Lousteau podía lograrse mediante la radio, la revista El Gráfico, y un banderín rojiblanco que colgué en la pared de mi cuarto.

Jugando con Susana

“Hoy 8 de marzo de 1949 más o menos a las 16 horas en circunstancias que montaba Beto su famosa Tostada marca La Pelada, recibió su primer golpe (esto es muy bueno pues dicen que el hombre se hace a golpes) felizmente sin sufrir ningún rasguño, a Dios gracias. Esto le ocurrió en un piquete de la Estancia San José del Oeste. El primero en auxiliarlo fue Mauricio Insua, acercándome yo al momento pero Beto ya se había parado, manifestando no tener ningún dolor y caminando perfectamente. Vi que no se había asustado, preguntándole como había caído contestó: mirando para arriba. Luego lo montó nuevamente. Más tarde dijo que esto le ocurrió pues perdió los estribos y la Tostada comenzó a galopar más largo”.

Así anotó papá en una hoja que conservo. Registros semejantes hay de Marta y Susana. Muchas veces salimos juntos y una vez fuimos hasta Ameghino. Parte de los juegos se hacían a caballo. Entonces tengo que hablar del Moro, que en lo sucesivo fue “mi” caballo. Fuerte presencia, sólido, lento de reacciones, seguro. De una gran mansedumbre, me permitía pasar bajo su vientre, montarme del lado derecho y luego sentarme al revés, y andar al tranco mirando hacia atrás. También ponerme de pie sobre el recado, imitando al grumete indio, o la ecuyere galopante que nos maravillaba en el circo.

A veces acompañaba a papá a apartar hacienda para enviar a Liniers. El rodeo en un rincón del potrero, vigilado por tres peones. Papá se acercaba en su zaino y se introducía en el vacaje. Cuando veía un novillo gordo lo iba pechando hasta que salía del rodeo, y los peones lo alejaban. Todo esto hay que hacerlo en silencio, con suavidad, para que la hacienda no se espante.

El Moro y yo llegamos a conocernos bastante bien. Lo buscaba en el corral, le ponía la cabezada con cierto trabajo, porque, eso sí, mezquinaba abrir la boca para ponerle el bocado. Una vez me que lo estaba ensillando, por alguna razón cambió de posición, y apoyo su recio vaso redondo sobre uno de mis pies. Lo vieras al niño sujeto, palmeando los 500 kilos del Moro para que diera un paso al costado.

Esos años Susana fue mi gran compañera de juegos. Estaba constantemente inventando situaciones; jugábamos a las visitas con su colección de muñecas a las que ella misma les hacía la ropa. Verla tejer con aguja, cortar y coser esas prendas pequeñísimas, me hizo pensar que yo también podía hacerlo, y lo intenté sin demasiado éxito. En algunas ocasiones papá nos armaba una carpa en el parque y allí nos sentíamos excursionistas. O íbamos al bañadero, que quedaba a unos centenares de metros, donde veíamos vacunar a los novillos, descornarlos, y luego saltar al agua espumante del baño entre cabriolas y salpicaduras.

Compartíamos las bromas, y creo que nos reíamos durante la mayor parte del tiempo. Hacernos reír uno al otro ya era gracioso, y para eso empleábamos muecas y toda clase de chiste leídos en Selecciones o producidos por nosotros mismos en ese estilo. Cuando la risa venía en un momento inadecuado se llamaba “tentación”, y había que tratar de reprimirla. Generalmente fracasábamos.

Del año 1950 recuerdo una gran sequía, y que era el año del Libertador General San Martín. Figuraba en una estampilla.

A los 8 años bebí por vez primera vino en bota en Ameghino. Sucedió así: papá iba cada tantos días a cargar novillos en tren con destino al mercado de Liniers. La carga se hacia en la estación de tren de Ameghino, adonde el día anterior había sido llevada la hacienda. Esos días papá salía temprano, antes de amanecer. Yo quería ir, y no me daban permiso. Un día decidí acostarme vestido, y un ratito después que papá y mamá se durmieran irme al auto y acostarme en el asiento de atrás hasta que papá saliera. El plan no pudo llevarse a cabo porque mamá pasó a darme un beso antes de dormir, me encontró vestido, me hizo desvestir, y se aguó el plan.

Durante algún tiempo mamá me beneficiaba diariamente una cucharada de aceite de bacalao. Para andar bien de los intestinos, una vez por semana correspondía una cucharada de Agarol, sustancia blanca, espesa, y de olor desagradable. Hay que pensar el tamaño y la capacidad de una cuchara de sopa de antes, en relación con el tamaño de la cabeza, la boca y los ojos del niño.

Incidentes en el baño. Lavatorio, espejo, bidet, inodoro, bañadera. La ceremonia del baño, en que podía explorar distintas partes de mi cuerpo que no conocía bien. El cuerpo era una incógnita, y también lo que salía de él. Comencé a entrenarme en la interpretación observando los dibujos casuales que se formaban sobre la página de loza blanca del inodoro Pescadas cada vez que me sentaba un rato. Luego, como gallina que ha puesto un huevo, gritaba: “¡Mamá! ¡Hoy hice una víbora!” Instalaciones provisorias que se llevaba el agua al tirar la cadena. Ayer, en Maco, hice una croissant, o media luna con las puntas hacia arriba. Es signo de guerra.

En la escuela

La Escuela Número 3 de Ameghino me contuvo los primeros años. Allí desempeñaba mamá su puesto de maestra a cargo de tercer grado. Turno mañana. El pueblo quedaba a dos leguas de la estancia, 10 km. que mamá recorría en auto. Manejaba bien, y uno de los recuerdos de familia dice que se había comprado un Ford T con su primer sueldo.

Mi primera maestra fue Alicia Ormaechea, y recuerdo haber sentido por ella algo que más tarde adquirió la denominación de amor, que facilitó la transferencia de este sentimiento fuera de un plano puramente maternal, dirigiéndolo hacia a otras mujeres que había en el mundo.

Percibo en esos años una gran preocupación por la salud de los niños, que debían crecer sanos, fuertes y calcificados. Para prevenir debilidades ulteriores, a los 8 años doctor Becerra me recetó una yema de huevo con oporto un bife al medio día o un vaso de jugo de carne, y que anduviera con el torso desnudo. Nunca dejé de agradecerle estas terapéuticas que incidieron en mi vida. Para tomarla yema de huevo con oporto a media mañana durante los días de escuela, en el recreo largo estaba autorizado a trasladarme al boliche que estaba junto a la escuela. Allí me servían el brebaje, sobre un mostrador de madera que había conocido muchos codos. ¿Cómo pasaría las horas de geografía o lenguaje que venían después, hasta la hora de volver a casa? Creo que el oporto está relacionado con el comportamiento, y si me sirvo ahora una copita lo hago solamente para evocar sensaciones de la infancia.

En el recreo se jugaba a los policías y ladrones, o a la mancha. Sólo varones. Pero recuerdo vivamente lo que sentí cuando le puse la mano en la cintura a Chichita Mayorga, con quien me tocó bailar la jota cordobesa en 4º grado. Y a la hermana de mi compañero de banco Juancito Bella; eran hijos del farmacéutico, con los cuales representamos una vez las escenas de Peter Pan, rol que me reservaba. Ella era “Wendy”, y hasta tenían una hermanita menor que hacía de Campanita.

La familia Vinciguerra. Mamá era amiga de la señora Tita, también maestra, y solíamos visitarla cuando íbamos al pueblo. La casa quedaba en el costado oeste del pueblo, mirando al campo. Había una puerta con tela de alambre, y se entraba a la galería. Allí me hice amigo de Mario, y probablemente maniobramos camiones, autitos, y también jugamos a la bolita. Mario tenía ingenio mecánico y era un hábil constructor. El marido de Tita se llama Haley Vinciguerra, porque había nacido en tiempos en que el cometa Haley se acercó a la tierra. El y su hermano tenían la principal librería del pueblo.

La radio

La radio estaba en una mesita que papá había hecho con el tronco de un peral; la batería estaba atrás, en una cavidad a su medida. Un día papá llegó de Ameghino trayendo un tocadiscos RCA Víctor, a cuerda, y un disco de pasta de 68 revoluciones por minuto: era de Antonio Tormo; de un lado estaba Lágrimas y sonrisas, y del otro un estilo llamado Guitarra. Más tarde se incorporó La danza del fuego de Manuel de Falla (Susana lo puso en el tacho de la basura), y Cuentos en los bosques de Viena de Strauss. Pronto aparecieron discos más pequeños, a 33 rpm. Augusto Codecá y sus canciones infantiles: Mambrú se fue a la guerra, chiribín chiribín chin chin, y Hugo del Carril cantando La Marcha de la Libertad. Esto significa que estábamos en 1955, y la caída del peronismo; escuché atentamente las noticias de la revuelta de junio. Más que al propio Perón, en casa se criticaba al peronismo. A mamá no le gustaba el clima que se vivía en la escuela, y decía que la directora –la señora de Del Río- quería que las maestras tuvieran la boca cerrada.

Mis programas preferidos eran Tarzán y Poncho Negro a las 6 de la tarde; a la noche Qué pareja, con Blanquita Santos y Héctor Maselli. Después venía el Glostora Tango Club, la cita de la juventud triunfadora. Me familiaricé con el estilo del maestro Alfredo de Angelis y su orquesta típica. Más tarde Los Pérez García, un fresco de familia argentina que luego tendría muchas versiones en la televisión. De pronto se hacía un alto en la programación, y el locutor decía con tono dramático: “Son las veinte y veinticinco, hora en que Eva Perón entró en la inmortalidad”. Por último, los desopilantes avisos de La Craneoteca de los Genios: “Estufas El Polo, calientan un dedo solo”.... “Señora, si tiene frío, tápese con la capa de su tío…”. Me gustaba Alberto Castillo, el candombe de los negros, “cantan cien barrios porteños, metidos en mi corazón”.

La acompañaba a mamá a la modista, la casa de las chicas Véliz. Con papá iba a la talabartería de Villamor, para hablar de bastos y pecheras, y a lo del gallego Corredera para hablar de compraventa de vacunos.

No había otros niños en San José. Mi mundo era mi familia, la mucama y la cocinera, los peones de la estancia. Aunque esporádicas, las visitas de los dueños o sus empleados configuraba el otro nivel social que registraba. Estos venían de Buenos Aires, a veces en avión y otras en tren. Don Jorge Born y su señora, Matilde Frías Ayerza, eran personas de la aristocracia porteña, a la vez refinadas y sencillas dentro de su marca de clase. Ella pertenecía a una familia de alcurnia; él era belga, y millonario, una especie de capitán de negocios cuyas redes cruzaban los mares.

Jorge Campbell era el administrador, que supervisaba a los mayordomos, y era por lo tanto el superior inmediato de papá. Solía hablar en inglés con algunos de los Born o algún otro invitado, cosa que a papá lo irritaba porque le parecía una falta de educación. Decía que Campbell era un gringo atrevido. A eso había que agregar que tomaba cerveza tibia, lo cual lo rebajaba a la categoría de "gringo bruto".

Debo una referencia especial al señor Soltess, que tenía conocimientos de ingeniería ferroviaria y me ilustró acerca de wagons, trochas y locomotoras, así como cambios de vía, pasos a nivel y señalización. Los ferrocarriles eran un complejo sistema social, con articulaciones y enganches, que yo reproducía superponiendo los posacubiertos y arrastrando el supuesto tren sobre le mesa del comedor. Las sillas también sirven para hacer un tren.

La soledad me condujo a una vida imaginativa rica, a los juegos solitarios y a la lectura. Cuando introduje a Jordán en la familia, no sabía que otros niños sin amigos habían recurrido al mismo artificio. Jugaba con Jordán, hablaba de él contándoles a los demás lo que sentía, lo sentaba a mi lado en la mesa, y hasta conectaba mi estómago con el suyo para que se alimentara. Cada nuevo juego que se introducía en la casa –los guantes de box, el cerebro mágico, los barcos de guerra de madera con piezas rojas que se apilaban en cubierta y que eran cañones- daban lugar a experiencias de juego que realizaba solo, fantaseando acerca de los otros que en realidad no estaban. En este mundo majestuoso de árboles, animales, pampa, estancia y familia donde retumbaban las voces de los otros o los velados conflictos entre mis padres, no había otros semejantes a mí, y yo añoraba su presencia tanto como la temía, pues ella podía amenazar ese lugar de privilegio que ocupaba.

Como un pequeño rey que desvariaba entre los letreros solitarios de una ciudad abandonada, me entrené en hacerlo todo yo solo, en no depender de nadie y hasta en no necesitar de nadie, y esta cuestionable visión de las cosas presidió toda mis juventud. Contradictoria en grado sumo, insostenible en el corto o el mediano plazo, le debo, sin embargo, muchas cosas. No debo olvidar que la idea del self-made-man estaba en muchas de mis lecturas. Pero creo que ya vivía en medio de un egoísmo práctico, compatible con las reglas cortesanas en uso. Pienso que me acostumbré temprano a la duplicidad atender las demandas internas, y al mismo tiempo las del mundo.

Por su parte, “los otros” representaban a la vez un irrefrenable motivo de atracción, cuyos secretos me he empeñado siempre en descubrir, y a la vez motivo de turbación y de conflicto. Competidores los varones, amadas diosas construidas literariamente las mujeres, que recién pude tener a mano cerca de los veinte años, y durante mucho tiempo interponiéndose entre sus cuerpos (y sus almas) y los míos una densa gama de temores, prejuicios, y un maravilloso imaginario de la sexualidad, leída línea por línea y entrelíneas de las novelas, los libros médicos, de moral, y sobre todo en la enseñanza prolija de los eclesiásticos y aprendidas, más o menos fielmente, por el buen alumno que fui. Imaginemos un sujeto que ha recibido una formación de tipo victoriano (en versión de la clase media de la región pampeana hacia 1940-60) y que, muchos años más tarde, se reconoce como un obseso sexual. Ignoro si existe una vinculación específica entre estos dos hechos. Sin embargo, tal vez valdría la pena estudiarlo.

Lecturas

Algunos de mis recuerdos de infancia me suenan hoy casi demasiado elaborados, pero qué le voy a hacer. Por ejemplo, alguna vez pensé cuánto me iba a entretener cuando supiera leer. Hasta entonces hacía que me leyeran, poniéndolo como condición para comer. Supongo que mamá me había acostumbrado a esto, y lo hacía con gusto. Pero luego se lo encomendaba a mis hermanas, que lo hacían sin ninguna gana. Entonces suspendían la lectura cuando mamá no las miraba. Yo me ponía a llorar, y las acusaba. Supongo que en ese aspecto era un chico odioso, y ellas en ese momento me odiaron. Había aprendido algún cuento de memoria (sobre un perro llamado Batuque) hacía una ceremoniosa ficción de lectura antes de haber aprendido una letra, con el libro delante y la mirada ocupada en lo que había que ver: las caras de los otros que condescendían a celebrar mi habilidad. Ni mi madre ni mis hermanas recuerdan una de estas escenificaciones que sin embargo resultó crucial para mí: me escondía tras unas largas y espesas cortinas verdes que había en el comedor, y aparecía teatralmente ante el escaso público cautivo recitando algún cuento o alguna improvisación.

Teatro. Lo mismo que en al aula, o en la lectura escénica de un poema.

Mamá me enseñó a leer de verdad antes de que llegara el primer grado. ¿Y qué leía? El Pato Donald. Conocí la historieta de la mano de Walt Disney, que recreaba historias apasionantes, como la de Peter Pan y el Capitán Garfio. De ahí pasé al verdadero comic de acción: Rayo Rojo, Puño Fuerte, y más tarde Frontera y Hora Cero, que conseguía en el cuarto de la mucama o la cocinera. El recio perfil de Dick Tracey me introdujo en la cultura detectivesca de tradición estadounidense. Las revistas Leoplán y Tit-Bis presentaban regularmente temas de misterio y crímenes; era un mundo vagamente sórdido e inmoral, que coexistía con Maribel o Para ti. Mamá y mis hermanas leían Claudia, y papá La Nación. El Gráfico me gustaba por su gráfica, fotografías de futbolistas, tenistas y boxeadores. Admiré la elegancia negra de Sandy Saddler y sus largos pasos elásticos que precedían al upercut, el gancho, el uno-dos.

A los siete años leí Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, que hoy me asustaría, si es que no recordara con afecto y emoción las estratagemas de D' Artagnan y sus compañeros, épica de la amistad y la guerra cuerpo a cuerpo, intrigante mundo de espadas brillantes entrechocándose en una callejuela en los suburbios de París, y también de amores prometidos en las sombras. Que el erotismo nace temprano lo sé porque recuerdo la escena en que el protagonista se une a Madame Bonacieux en un apasionado beso. A poca gente había visto entonces besarse en trámite amoroso, porque las costumbres de entonces le vedaban esa libertad a una pareja habiendo niños delante, sobre todo si eran sus padres. Y tal vez los míos eran menos efusivos en el amor, y más ostensibles en la discusión. El papel que hoy cumple la televisión lo desempeñaban el cine, el folletín, y una década después la fotonovela, únicos espacios de la cultura que mostraban besos, y acaso los D' Artagnan de la vida real eran las parejitas de Ameghino que vislumbraba junto a los paraísos desde las ventanillas del Ford A, cuando íbamos al pueblo. Lo cierto es que un beso ya significaba algo concreto, emocionante y de algún modo prohibido.

Mujeres

Tras el beso había otras cosas, desde luego. En la panadería estaba Dalia, rubia y bella, de quien yo me había enamorado, según creo ahora. Cuando íbamos al pueblo yo me quedaba a veces unos ratos que podían ser minutos. Dalia usaba blusas de seda y una pollera marrón y el aire estaba inundado del olor de las panaderías y del olor del amor, que son tan parecidos. Hace unos pocos años escribí un cuento en que aparecía la figura de Dalia, y su atuendo, y la imagen que ella había desplegado ante mis ojos que todo lo bebían, y de su novio, que era militar y se llamaba Kramer. Como me estaba carteando con una joven estudiante de Ameghino, se lo mandé. Al poco tiempo me llegó una carta de Dalia, atravesando cuatro décadas, que son más espesas que los cortinados verdes de la infancia. El verano de 1991 fui a Ameghino, treintaisiete años después de haber partido, y volví a ver a Dalia. Resultó que su novio no era militar sino policía, pero eso no hace diferencia mayor, pues sus gorras y su uniforme son tan parecidos a los ojos de un niño. El ya había muerto. Ella no quiso casarse, según parece porque él era judío. Lo cierto es que me devolvió algunas imágenes verosímiles de esos ratos en la panadería. Por ejemplo, me contó que yo estaba celoso de Kramer, y me enojaba cuando él ponía brazo sobre sus hombros. Parece que él lo hacía a propósito para hacerme enojar.

No me pertenecía, en cambio, Mabel Potes, la mucama, aunque me seducía su gran cuerpo alto y blanco enfundado en un delantal también blanco. Mabel pasaba recogiendo los platos después de la comida. Desde el suelo, la miraba. Acostado en la alfombra, boca abajo, estaba descubriendo al mismo tiempo el placer de la lectura y el de tener un cuerpo. Podría decir que la lectura me salvó del onanismo de la soledad, aunque de todos modos ambos ya coexistían y se complementaban. Un día, acostado boca arriba, descubrí la parte de abajo de la pollera de Mabel Potes. Una vislumbre de rodillas y muslos en la sombra, y una liviana prenda blanca allá en lo hondo me revelaron la presunción de esa inquietante parte oculta debajo de los seres y las cosas. Estaba naciendo el sociólogo.

Durante unos años respondía al teléfono diciendo que hablaba "el segundo mayordomo de San José del Oeste", aludiendo a idéntico cargo que era usual en las estancias. Si no tenía ocasión de presentarme, a veces me confundían con una mujer. Enojado contestaba: “Como no, señora...” si era varón, y señor si era mujer.

En las sierras cercanas a La Totora, San Luis. 17-febrero-1949

Mamá conservó mis juguetes y dibujos, los primeros zapatitos de cabritilla blanca de Marta y Susana, y los libros infantiles de todos nosotros. Pero también las ollas y jarros de aluminio con que equipó su primera cocina al casarse, el juego de té de porcelana china, y me atrevería a decir que hasta alguna de las facturas de compra. A eso hay que agregar el álbum donde ella, y ocasionalmente papá, anotaban las primeras palabras que fuimos modulando trabajosamente, y las fechas correspondientes, las pequeñas fotografías en blanco y negro con bordes dentados, un rizo infantil en un sobre, los guantes de la primera comunión. Mi padre consigna en uno de esos libros de recuerdos: "Hoy a Martita la volteó por primera vez la Tostada. No cayó con las riendas en la mano pero como buena criolla enseguida volvió a subir". Y mamá anota: "2 de abril de 1939. Susana pronuncia con trabajo, por primera vez, caramelo, hasta ahora decía maqueco". Hace unos pocos años, cuando revisábamos entre admirados y entretenidos estos tesoros del pasado familiar, descubrí que mamá conservaba la camisita de piqué bordado con la cual fue bautizado papá, en 1904, no sé si en Pergamino o en Pinzón. Prendas pasadas de una madre a otra madre que logran sortear los esquinazos del tiempo y las periódicas limpiezas que se llevan lo que deben llevarse. Como en tantas otras familias donde al hábito de guardar debe agregarse la posibilidad de hacerlo, en la mía estas colecciones afectivas estuvieron a la orden del día.

Una parte de mi actividad diaria se desarrollaba al aire libre. Entre cuatro árboles cabía un ring definido por un hilo. En su interior fui boxeador, aprovechando que los Reyes me habían traído guantes. Frente a la puerta de nuestra casa planté un palo de escoba, del pendía un anteojo de cartón, atado con un hilo, para observar a las estrellas. En varias ocasiones me sentí detective, escuché atentamente los ruidos, y seguí rastros. Durante un invierno me ocupé del retrato y la fotografía. El proyecto se denominaba “Foasegun” –fotos al segundo-, tomaba una instantánea de mi modelo con una cámara que yo mismo había hecho, y luego me introducía en el cuarto oscuro para revelarla: esto consistía en cubrirme bajo una toalla, en el suelo, y dibujar la imagen recién vista en un papel pegado sobre cartón, que entregaba a los pocos minutos.

Vida en los hoteles de Ameghino

En 1953 dejamos San José del Oeste. No conozco bien las circunstancias de esta etapa de su trabajo, pero sé que por entonces atravesó una crisis de salud mental. Sus patrones le concertaron una consulta con un médico de Buenos Aires, que le dijo: “Imagínese un gran reloj que marca los años. Cada siete años, usted tiene una crisis, que se llama surmenage”. Este ciclo cabalístico fue decisivo para explicar la historia familiar, y mamá hizo cálculos lo confirmaban. Papá se enojaba y decía que lo trataban de loco.

Mientras él buscaba trabajo, mamá y yo nos fuimos a vivir a Ameghino. Por entonces Marta y Susana estudiaban en el Colegio de las Hermanas de la Misericordia, en Buenos Aires.

Vivimos unos meses en el Hotel Balloco. Casa esquina, frente a la plaza. Mostrador con una enorme y reluciente máquina para preparar el café. Con sus manijas, vapores y silbidos, se parecía bastante a una máquina de tren. Allí  conocí la vida de hotel, y el acto social de pasar al comedor, separado por un biombo, para el almuerzo y la cena. Allí nos sentábamos entre desconocidos, y conocí comidas que no se hacían habitualmente en casa. Probé el guiso de mondongo, al que llamé “una extravagancia lícita”, queriendo decir que podía comerse aunque me desagradaba. Me llamaban la atención los viajantes y sus comportamientos seductores con las chicas del pueblo. Me hice amigo de uno de estos muchachos, que a veces se sentaba en nuestra mesa; usaba traje y corbata, se peinaba con gomina, y usaba perfume. En él aprecié por primera vez el arte de la simpatía; ya recordaré su nombre.[1]

Del otro lado del comedor estaba la mesa de billar, una pasión temprana. Mesa de arena verde regida por el arte y la física, campo de prueba de la observación y la destreza. Navarra –y Navarrita- son sus ídolos. La carambola es el arte de llegar a dos metas con un solo tiro. Si es a tres bandas se complica. Mi preferido es el casino: se colocan en el centro de la mesa, justo debajo del potente foco de pantalla piramidal, cinco delgados peones blancos, uno al centro y los otros hacia los cuatros puntos cardinales, como los hijos de Fierro; el objetivo es voltear el del centro, que remeda al rey del ajedrez, con un tiro certero, pues la bola no debe hacer caer a los guardias. Se trata de una lección del arte de la guerra que mi amigo Nguyen no desaprovechó, pues le dedica uno de los ensayos de su inoportuno libro.[2]

Apenas se despoblaban las mesas de la sección bar y billar, cuando los habitués de la ronda vespertina se iban a cenar a sus casas luego de beber un vermut, disponía de una hora para manejarme a mis anchas en la mesa de billar, antes que comenzara a llegar la ronda propiamente nocturna. Los tacos alineados en la pared vigilan. Cada taco es una obra maestra de la carpintería terminada en punta de fieltro sobre el cual se frota la tiza añil, en cubitos, que es la que impacta sobre el centro de la bola, levemente abajo si se quiere lograr “efecto”. Observación del plano y geometría. El cálculo a ojo rápido (glance) define el escenario. Se examinan una o dos estrategias, y hasta tres. Luego hay que elegir. Aquí comienza la acción, pero todo el conjunto de operaciones que precede y sigue a cada tiro forma parte de la praxis. La teoría no se nombra pero está allí: física pura sobre paño verde, que pintó de manera inolvidable el maestro Torrallardona.

Después nos trasladamos al hotel de Tubio, de una categoría levemente inferior: no tenía mesa de billar, de modo que armé una sobre la mesa de nuestro cuarto. Usaba bolitas, y palo de escoba en punta terminado con escofina, técnica que ya había utilizado para fabricar espadas. Allí pasé días muy felices con mamá, y sentí que la tenía para mi solo. Así es de absolutista y posesivo el sueño del niño.

Viví intensamente la pérdida de trabajo de papá. Demoré un tiempo en percibir el cambio que se había producido en nuestra posición social en el pueblo, y que vivir en un hotel, luego de la casa solariega de San José, era la certificación de una caída, de un exilio. Nos habían expulsado del paraíso por alguna razón, y alguien pudo celebrar este revés. Fue un señor llamado Bogliolo quien sin proponérselo me dio una lección de sociología práctica. Él y su señora Aurora eran amigos, de los pocos que visitábamos. Su casa quedaba al lado del pasonivel, y frente a ella había donde una vez leí la leyenda “Libertad a Lebenshon” escrita con cal en el borde de una acequia de cemento. Se trataba de Moisés, dirigente radical de Junín, director del diario Democracia, que a la sazón era prisionero político del peronismo. Me parece estar viendo tres golondrinas de cerámica colgadas de la pared de la sala de recibo, de mayor a menor.

Ya dije que al atender el teléfono me presentaba como “el segundo mayordomo”. He intentado descifrar, con la ayuda de Lacan y de mi hermana Susana, esta juego teatral propio del niño al instalarse en la línea sucesoria, con arreglo a la institución del minorazgo, y tras la identificación y el deseo de ser mi padre, postularme con el cargo siguiente en el organigrama de la estancia. El puesto de segundo mayordomo estaba a la sazón vacante. Pues bien, un día en que fui a llevarle algún mensaje, o que andando por las calles del pueblo pasé frente a su casa, lo encontré sentado en la vereda. Generalmente llegábamos en el auto de la estancia, o en nuestro Chevrolet 37, negro. Pero ahora ya no estábamos en la estancia, y papá estaba de viaje. Lo cierto es que llegué caminando, y Bogliolo me dijo: “Parece que el segundo mayordomo se ha venido abajo como chancho por la fiebre”. Más de medio siglo después de este incidente, al hacer caer la ceniza del cigarrillo en el cenicero que conservo de nuestra casa paterna, releo la frase escrita en sus bordes: “Las afrentas se pueden perdonar, pero nunca olvidar”. En ese momento decidí triunfar en la vida regresando a Ameghino en un Chevrolet 51, blanco.

San Salvador del Valle

En General Alvear (centro de la provincia de Buenos Aires) papá consiguió trabajo como mayordomo en la estancia San Salvador del Valle, y entonces nos trasladamos allí. La casa era como un hotel abandonado. Señorial. Tenía almenas (refugio de los arqueros), 5 baños con grifería inglesa, no menos de 10 habitaciones vacías, canchas de tenis sin red ni raquetas. Las reemplazamos con un hilo, y fuentes de metal. Su dueño era un español, el Marqués de Olaso. Una tarde salí al parque llevando el cochecito de lata azul en que Susana paseaba a su muñeca Marilú. Adentro puse mi cuaderno, un lápiz, y la decisión de ser escritor.

Al poco tiempo papá dijo que poner en marcha esa estancia era más difícil que levantar un muerto. Consiguió otro trabajo, y nos volvimos a mudar. Creo que no estuvimos ahí más de tres meses.

Pubertad en La Libertad

A comienzos de 1954 llegamos a la estancia La Libertad. 2.700 hectáreas aproximadamente. El dueño era Carlos Zitzke, alemán. Auto de lujo, fantástico, color borravino, no me acuerdo la marca; quizá Studebaker. Lo vi pocas veces, y no recuerdo su voz. En cambio sí a Anita[3], su señora, alta y afable, siempre vestida con pantalones. En una ocasión me preguntó que me gustaba leer, y le dije que novelas policiales. En el siguiente viaje me trajo 3 novelas de la serie Cohartada Roja, que según creo dirigía Rodolfo Walsh: La muerte va a la escuela, y ¡No me interpreten mal!, de Peter Cheyney. Ya mencionaré la tercera, pues la tengo anotada, como todos los libros que había leído hasta el momento.

Dagmar Zitzke. La llamamos Daggy. Vivía con su marido Alejandro Elcoro y sus hijos Javier y Alejandro. Desde mis 10 años, sus 27 eran muchos. Su encanto ayudó a superar la brecha. Era imaginativa y afectuosa. Podía jugar, y una vez toparnos las cabezas, caminando en cuatro patas sobre los durmientes del ferrocarril. Alejandro era músico, y tenía amistad con Alberto Lissi, de la Camerata Bariloche. Me dio unas clases de música en su piano. Clave de sol. Blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas y semifusas (esas son las más lindas, caminan rapidito, y brincan difusas). En la contratapa del Cuaderno Histonium, que en vez de renglones tienen pentagrama, figuran breves biografías de Wolfang Amadeus Mozart, un genio precoz que terminó enterrado en un osario colectivo. Nada recuerdo de Johan Sebastian Bach, pero sí de Ludwig van Beethoven, que era sordo. En cuanto a Franz Listz, se clavó la batuta en una pierna mientras dirigía un concierto; vino la gangrena, y se murió.

Después de la cuarta clase comencé a escribir algo que pretendía ser una sinfonía, que titulé “Claro de luna”; siempre fui respetuoso de las tradiciones. No llegué a completar el segundo renglón; unos pocos acordes, cuyas notas colocaba en el pentagrama guiado por el sentido de la forma –la gráfica de la clave, las notas y los silencios- antes que por el sonido. Tal ve también copié la sordera del gran Ludwig.

Fue un tiempo de gran producción literaria ese de los 11 y 12 años. Retomé el proyecto de un periódico llamado “La Estancia” que ya había iniciado en San José. Salieron dos o tres ediciones.



En ese tiempo leí a Mark Twain, de quien puedo decir que reorientó mi vida. Entonces comencé a extrañar la falta de un río, o al menos un arroyo, en las inmediaciones de la estancia. La pesca aparecía como una actividad respetable para un joven aventurero, y una embarcación –balsa, bote o chinchorro- el vehículo conveniente para esa identidad emergente. Pero no se daban esas condiciones, y no sabía resolver este problema, salvo mediante hibridaciones. “Sam Bilsson aventurero” es una novelita ambientada vagamente en Klondike y Ameghino. Luego siguieron “Marta y Jorge” y “El soldado que quería sobrevivir”, que transcurre en algún lugar europeo durante la segunda guerra mundial: un paracaidista cae en campo enemigo, y se acerca un escuadrón enemigo. Se oculta bajo una alcantarilla, y el escuadrón pasa, y pasa, y no cesa de pasar. No se atreve a moverse. Está en quietud perfecta, y todo esto se prolonga demasiado. Planteo el problema del hambre, y el ocultamiento como método de resistencia.

Estas situaciones imaginarias me parecieron insuficientes para fundar un relato más verídico. Entonces hice una carpa con estructura de madera y cubierta de lona. La transporté a unos cuatrocientos metros de nuestra casa, al borde del parque, bajo unos eucaliptos. Pasé la noche, la mañana, y a la misma hora que había partido, regresé. Al día siguiente, domingo, después de volver de misa, escribí un breve “Relato de mi aventura”, que explica el fundamento literario del proyecto, el intento de recuperar cierta condición elemental del vivir, valiéndome por mí mismo. La edición de dos ejemplares tipeados a máquina en pequeño formato; la tapa tiene un dibujo a lápiz: un niño frente a un fuego. Negro, rojo y azul. La experiencia completa, desde la construcción de la carpa a la edición, puede haber durado diez días. A eso hay que sumarle un tiempo antecedente que mido en escala de un año.

Imaginé un vehículo que se impulsase a sí mismo sin necesidad de energía externa. Se trataba de una máquina de movimiento continuo, basada en un cilindro de metal que rueda atraído por un imán. Esta experimentación la realicé una tarde en la mesa del comedor, pero luego no avancé. También pensé en un método económico de viajar aprovechando la rotación de la tierra. Dado que ella estaba en permanente movimiento, si uno lograba mantenerse en el aire un número de horas, digamos una noche, al despertar ya estaría bastante lejos, quizá en otro país. Tratéde comprobarlo saltando, pero es muy difícil saltar por más de dos segundos, y más difícil aún comprobar que la tierra se había desplazado en alguna dirección. Cuando tuve noticias de los globos –a través de Julio Verne y Mark Twain- pensé que ese era el vehículo ideal para poner a prueba esa hipótesis.

Comencé construyendo un carrito donde cabía sentado, con ruedas de madera macizas que corté y lijé en el taller de la estancia, bajo la dirección afectuosa de Biocca: un señor soltero, de sonrisa fácil, siempre bien peinado, con bigotes, y muy fumador. Diestro en la mecánica y todas las artes manuales. Él me demostró que un hombre habituado al trato con las cosas puede apagar un cigarrillo sobre la palma de su mano abierta. Más tarde lo imité dos veces, y me quemé. También me enseñó a utilizar la morsa, el yunque, la fragua y el taladro. Una varilla de alambrado se convirtió en los ejes. Las ruedas estaban sujetas en sus extremos con un tornillo grueso. Lo usé mucho para el transporte de alimento para las gallinas.

Tormenta de verano

Fines del año 1955. Qué moderno, ¿verdad? Cuando estaba en mi casa deseaba haber vivido muchos años antes, en una canoa u otra embarcación llevada por la corriente, sin enterarse del arrollador avance de la civilización. Pero ya no podía hacer nada. Solamente “suponerlo”. Aunque con una suposición no se adelanta mucho; pero era lo único que podía Hacer y lo haría. Por eso deseaba salir alguna vez de mi casa y olvidarme de que la tenía y olvidarme de mis parientes, amigos, etc. Mas cuando estudiaba el asunto cambiaba totalmente: pensaba en viajes a la Luna (oh, hermoso y fascinador lugar al cual pronto llegaremos) aventuras interplanetarias y cosas por el estilo. En esto tenía también que suponer y lo hacía. Hasta deseaba inventar algo que apresurase el “arrollador avance”. Pero basta de suponer; primero están mis obligaciones, y una de ellas es la de acompañar a mi madre o a mis hermanas o al que vaya al gallinero, para ayudarlo. En verdad, no era poco lo que teníamos que hacer: darles agua, comida, barrer, y eso con una considerable cantidad de pollos y gallina. En plena labor se desencadenó una tormenta de Verano. Rugía el viento y pasaba silbando por entre los árboles; las hojas de los mismos se doblaban bajo el peso del agua que caía en fina y tupida lluvia. Para colmo de males se cerró con el fuerte viento la puerta de la pieza dentro de la cual estaba la puerta de salida; al fin logré abrirla con un alambre. Para entonces estábamos sin ropa seca y calados hasta los huesos.
(Sábado 10, diciembre 1955).

El gallinero. Ahí maté a palos un pollo enfermo, en un salvaje acto que entonces creí piadoso, dirigido a ahorrarle sufrimiento. Es uno de los diez pecados que confesaré el día del juicio final. Cacé dos lagartos, que se comían los huevos de las gallinas. Helena cocinó las cola. Es una carne blanca, deliciosa. Fue la primera vez que contribuí a la mesa familiar.

Mi proyecto consistía en construir un vehículo que funcionase movido por la fuerza de otro. Se trataba de acoplar el carrito al automóvil. Pero después me pareció que no resistiría, y diseñé un trineo, colocando dos chapas curvas con forma de esquí bajo un cajón. Papá me remolcó una tarde de verano, desde nuestra casa hasta las vías, pasando por la casa de Machado, el capataz. Calculo que unos trescientos metros. Experiencia apasionante. La tierra que levanta el auto va hacia el rostro de quien viaja en el trineo, y esto no lo hace del todo conveniente. Entonces comencé a construir un planeador, que levantaría vuelo también remolcado por un auto. La obra avanzó, y se me plantearon algunos problemas técnicos que había que resolver. Pero un día de marzo terminaron las vacaciones.

5º grado en la escuela de Rafael Obligado, que quedaba a 5 km. Me llevaban en nuestro Chevrolet 37. Para el 17 de agosto escribí un poema a José de San Martín, y le pedí a mi maestra que me dijera leerlo en el acto del 17 de Agosto, a lo que accedió. Fue una experiencia importante en mi formación actoral.

Olguita Echavarría, que vivía en Rafael Obligado. Su hermana mayor se llamaba Hebe, y era amiga de mi hermana Marta. Alguna vez la acompañé, y Olga andaba por allí, pero yo no sabía de qué hablarle. Miraba mucho en la iglesia su pelo rubio, en las primeras filas; amor místico, por lo tanto, que aún no alcanzaba a ser lírico porque aún no conocía la poesía. La atracción por el cuerpo de otra se expresó en este tiempo a través de mi amistad con la Nena, una niña algo menor que yo. Era hija de Norma, la cocinera de los dueños. Su tipo indiano-provinciano, quizá con elementos africanos, se expresaba en la sonrisa, el color de la piel y formas redondeadas.  Astuto me sentí el día que le propuse que jugáramos al doctor, papel que desempeñaría yo, examinando con un estetoscopio improvisado y hasta mi oído la zona ventral de su cuerpo. Se trataba del despertar del amor carnal, que durante los años sucesivos se desarrollaría en paralelo con el místico-lírico, pero sin mezclarse.

Abajo de los pisos de la casa también había otro mundo. Un día que se reparó la vieja pinotea, gastada por tanto encerado y cepillado y caminado, observé esa extraña cavidad cuya razón conocen los constructores pero que nosotros, los desprevenidos caminantes, ignoramos. De esa época es este sueño: entro a la parte de abajo de la casa. Hay recintos que reproducen punto por punto cada cuarto. Duplicados, sí, pero conteniendo pilas y pilas de objetos que arriba no hay: arneses, alimentos, maquinarias. Olor a talabartería. Gigantesco almacén de ramos generales, en la casa de abajo respira la opulencia, el abigarrado espacio de las reservas.

Me deslumbraba el basurero. Un gran pozo excavado adónde iba todo lo inservible, y que una vez lleno se tapaba con tierra. Yo solía ir al basurero a recoger los paquetes vacíos de cigarrillos, con los que mis hermanas hacían cinturones según una sencilla técnica de plegado y entrelazado que habían aprendido en el colegio, en Buenos Aires. No podría decir qué me impresionaba más, si el descubrir las leyes propias del basurero, su olor agrio, su manifiesta caducidad, su desorden y suciedad intrínsecas, o el hecho de que esas leyes reprodujesen, cambiadas de signo, las de nuestro mundo cotidiano en la casa: el aire respirable y aromatizado del almuerzo y las prendas de ropa, de la colonia Atkinsons y el jabón Palmolive, la conservación de los objetos a despecho de su edad, la pulcritud y el orden. Infierno en cierto modo, por oposición a este cielo, el basurero sin embargo se alimentaba de todo lo que antes había pasado por nuestras manos. Las legumbres y los platos enlozados que las habían contenido moraban ahora allá. La bacinilla oxidada era la misma en la que, hasta ayer, habíamos meado. Las etiquetas de Kent, Tacoma o Jockey Club que habían fumado los hombres de los remates feria que visitaban el escritorio para hablar con papá, yacían ahora abandonadas, lo mismo que los hediondos puchos. Dado que éstas eran justamente las presas de mi búsqueda, me vi convertido en un coleccionista de lo despreciado, y descubrí que había un valor en lo que había sido abandonado. Esta cualidad contradictoria o paradójica que ni entonces ni ahora puedo explicarme cabalmente se relaciona cabalmente con mi profesión de investigador, que como buscador indaga y recoge la escoria de la palabra pasajera echada a rodar, atesorándola porque ella contiene algo de mineral valioso para otra aplicación. 

Abejas

Cuando yo tenía unos doce años, papá se inició en la apicultura, de la que sabía sólo generalidades, acaso provenientes del clásico libro de Mauricio Mäeterlink La vida de las abejas, que le gustaba citar. Preguntó mucho, y aprendió haciendo, desde capturar enjambres hasta extraer la miel. Recuerdo particularmente esta época porque fue la primera vez en que lo pude ayudar de cerca. Antes, era demasiado chico. Después, ya me había interesado en otras cosas que me alejaron de él. Fue por eso que aprendí algo de las abejas, un conocimiento que nunca apliqué. Pero fue la primera experiencia de trabajo disciplinado que tuve, y esta sí la utilicé desde entonces tantas veces como pude. En comparación con el infinito mundo de posibilidades y riquezas que nos ofrece la facultad de hacer, qué cosa sea lo que hacemos resulta poco relevante, pues quien conoce las artes de aprender y de emprender puede hacer hoy esto y mañana aquello, sintiendo que aplica a distintas materias e instrumentos un esquema general. Esta parece haber sido la perspectiva mental de mi padre, si es que hoy puedo captarla bien, a dos años de su muerte, y cuando ya el tiempo permite que los recuerdos aislados se vayan ordenando en una perspectiva y una estructura que los comprende y los explica. Temporalmente hablando, es muy grato estar cerca de los hechos, pero nadie puede decir que ello ayude a comprenderlos, y algo semejante sucede con las personas, que cuando empiezan a alejarse se nos aparecen, a veces por primera vez, como claras y distintas. No es aventurado afirmar que al esfumarse el rostro se distingue la fisonomía, y si bien el retratista necesita observar largamente el modelo, quien anda a la busca de una fisonomía espiritual no hará nada mejor que alejarse de su objeto, ocupándose de otras cosas, hasta que el tiempo, por el sólo hecho de pasar, le suministre las claves que buscaba.

A los doce años, trabajar ayudando a mi padre no era una tarea enteramente grata ni fácil. Era exigente en los resultados e imperioso en el modo. Generalmente actuaba en medio de una gran premura, que contagiaba a todos los que lo rodeaban, quedando uno convencido de que había poderosas razones por las cuales era urgente hacer las cosas. Sentirme apremiado y observado me turbaba entonces, y presumo que esa es la causa de que nunca me haya abandonado la sensación de que mi conducta no está a la altura de lo que se espera de mí, de que estoy en falta, y de que debo esforzarme un poco más para satisfacer a alguien.

La obligación –así la sentí siempre- de ayudarlo, me apartaba de las cosas que me gustaban más, que eran leer, maniobrar alguna construcción en la que se mezclaban la carpintería, el juego y la ficción, y más tarde ver a mis amigos, entreteniéndome en esa otra construcción de utilería que son las relaciones con los otros.

Pero además de hacer las cosas personalmente, él sabía organizar su realización de modo que muchas personas las hicieran bajo su coordinación. Este talento particular de organizar, común al estadista y al militar –aunque es difícil en la Argentina convencer a alguien de este aserto- fue el que más cultivó y desarrolló a lo largo de su vida. Porque lo dominó, supo de la complejidad del mando, y su figura, su modo de hablar y su gesto mostraban autoridad. El escenario de su mando fue la estancia, ese microcosmos rural que según creo aún no se ha estudiado lo suficiente en su evolución histórica, desde las antiguas instituciones de la hacienda colonial hasta las actuales de la empresa.

Mi padre manejaba a la gente con mano firme, y con esa suerte de campechanía rural característica del estanciero desde la época de Rosas. Definido por lo negativo, no era patronal, porque sabía el lugar del dueño y sabía el suyo, y le gustaba. Aunque podía ser paternal, y de hecho mucha gente confiaba en él en grado sumo, no creo que cediera al paternalismo, tan común en la tierra, como un atributo de dominio. Tampoco actuaba como un técnico, aunque en cierto modo autodidacta lo fuera. Todo lo que sabía de la producción lo había aprendido haciendo y no en el aula, y por ello solía burlarse de los ingenieros agrónomos, de quienes decía que sabían las cosas sólo por los libros.
Dos momentos de su expresión: en uno está serio, con el ceño fruncido en un solo pliegue entre las cejas, en otro se ríe. Hacia el final de su vida, a los 88, su expresión característica estaba más cerca de la broma que de la seriedad.

Las “órdenes” se daban a las seis de la mañana, y a las dos de la tarde. Había sonado la campana y los peones, entre diez o quince, se reunían en una explanada entre la cocina y el galpón. Pasar la hacienda de un potrero a otro, arreglar un alambrado, rodear la hacienda para apartar, arrearla hasta el pueblo para cargarla al día siguiente en el tren, eran las tareas habituales, junto a la arada o siembra si era tiempo. Impartía rápidamente las directivas, recibiendo a la vez el informe de lo que cada uno había hecho a la mañana. Dispuestos en círculo, alguno en cuclillas hasta que les tocaba el turno, los peones adoptaban esas expresiones tan comunes en la gente del campo, que parecen tener frases o interjecciones dibujadas en el rostro. Alguno podía ser más inexpresivo, mascando una pajita y sosteniéndola entre los labios. Algún otro, de huella mestiza más acusada, mostraba una semisonrisa pícara, el gesto del ladino que echa el cuerpo despreocupadamente sobre un costado, arqueándose como una vara de mimbre. Alguna expresión torva, finalmente, forma parte del cuadro, lo mismo que un par de perros echados, de esos galgos flacos que siguen fielmente a sus amos a lo largo de toda la jornada. Papá hablando, o más bien la voz de papá escuchada desde otra pieza. Esa es una de las imágenes más nítidas que tengo de la infancia.

El escritorio

El cerebro de la estancia estaba en su escritorio. Recuerdo ese lugar porque creo que marcó más decididamente que ninguna otra cosa mi vida. Un par de escritorios, una estantería ocupada por biblioratos y carpetas, un perchero, la máquina de escribir. Era una Underwood del modelo clásico entonces: una obra maestra de perfiles negros, suave al tacto la pintura lustrada, y el rodillo de goma por el que solía pasar las yemas de los dedos. Las teclas eran redondas: una superficie marfilina rodeada por un bordecito plateado, donde las letras más usadas comenzaban a desdibujarse. La marca estaba escrita arriba, con letras doradas que todavía estoy viendo. Como todo niño, sentía atracción por este artefacto maravilloso que permitía convertir las palabras en objetos visibles, ordenándolas y dándoles imagen tipográfica. Cada vez que he puesto un papel para que mis hijos teclearan las desordenadas letras con que todos nos iniciamos en la escritura a máquina, aún antes de estar alfabetizados, he sentido la seducción de este milagro técnico cuya paternidad debemos a muchos, en cuya genealogía también está Gutenberg. En esa máquina tecleaba papá sus informes y correspondencia, y yo en los ratos en que nadie la usaba.

Me parece que el gusto por la historia que sentí después de los treinta contiene una deuda con las costumbres de mi padre y mi madre, enamorados del pasado sin necesidad de usar estos términos académicos. Mi padre anota aquí y allá las circunstancias en que tiene un minuto libre, una lapicera y un papel. Es una servilleta, las primeras y propiciatorias páginas de un libro que está leyendo, con tanto espacio blanco, o el Libro Blanco de tapas duras enteladas de su campo en Córdoba. Allí anotábamos nuestras impresiones los visitantes y él las novedades: el torito Holando Argentino que trajo del sur y lo que llovió esa temporada, el desprecio que le inspiraba un contador de no sé que empresa para la que trabajó ("...es petiso, blanco, o sea que sufre del hígado, no mira de frente, mala señal en un hombre, camina rápido y parece un cuervo... creo que es judío").

Todos esos registros, quizá con excepción de los retratos humanos, eran práctica institucional en la estancia, y esa tarea tenía su centro en el escritorio. Apenas pude caminar entraba al escritorio. Creo conservar un recuerdo de la primera infancia: solía meter papelitos en los agujeros de los biblioratos que quedaban a mi altura. Ahora advierto que esta clase d carpeta ha mantenido incólume su formato y sus colores a lo largo de medio siglo, y esto puede decirse de muy pocas cosas. En el escritorio de papá, de madera oscura trajinada por el uso, había un grueso papel secante verde, cuadrangular, sujeto con esquineros de cuero. Al costado, otro secante semicircular con empuñadura, de esos que se hacía rodar sobre la línea recién escrita, porque se usaba lapicera de pluma con tinta azul y roja contenidas en tinteros de vidrio con tapa de bronce. Los lápices, y especialmente el lápiz-tinta que tanto usaba papá, estaban acostados en una cajita de vidrio, sin tapa, con celdas en los extremos para poner los alfileres y los clips. Cuando papá empezó a ir a Córdoba, reemplazó los alfileres por las espinas de vinal. Había también dos reglas, una negra de sección cuadrada y otra convencional, amarilla, con centimetraje, ambas de madera, aunque la primera tenía delgados bordes de bronce en las aristas. Los carbónicos eran imprescindibles entonces, y emocionante la experiencia de multiplicar lo escrito en las hojas de abajo, emoción que no alcanza a proveer la técnica del fotocopiado. Una rutina era la escritura del Parte Diario: "Murió una vaca en el potrero 9... Llovieron 12 milímetros... Machado y Sosa fueron a buscar 15 novillos comprados en la feria de Piedritas... Hoy llegó Don Carlos Zitzke de Buenos Aires..."


Vida de pupilo en Venado Tuerto y Rosario

Dejar atrás la familia me hacía extrañar, pero su clima opresivo me pesaba. Ese tema no era consciente, pero se que siempre estuvo ahí. No todos mis alejamientos, sin embargo, fueron voluntarios, y ahora veo que mis padres colaboraron en preparar a sus hijos para el mundo alejándonos de ellos. La técnica del destete temprano, que papá conocía del tambo, y de su propia vida. Un día mis padres decidieron que debía ir a un buen colegio –eso significaba un colegio religioso- y me inscribieron en el Sagrado Corazón de Venado Tuerto, a unos 120 kilómetros de nuestra casa. Creo que el dato lo pasaron los Cámera, una familia amiga que vivía en el pueblo de Agustín Roca, donde solíamos ir a misa los domingos. Una tarde los visitamos, y Pepe, el único hijo varón, que estaba por terminar el secundario en ese colegio, contó esos detalles que los padres quieren saber antes de colocar a un hijo en un pupilado. Los míos ya habían vivido esta experiencia, cuando enviaron a Marta y Susana a Buenos Aires, al Colegio de la Misericordia, a hacer su secundario.

Venado Tuerto era una ciudad pequeña de la que no recuerdo gran cosa, porque no estaba en edad de explorar ciudades. Llegaba a la terminal los domingos a la tardecita, luego de un viaje de dos o tres horas desde Junín. Esa partida era siempre ingrata, y no menos ingrato entrar al colegio un domingo por la noche, con sus inmensos recintos y un dormitorio tipo cuadra militar que entonces se me antojaba inmenso, con cuatro o cinco hileras de camas con colchas blancas donde vivíamos los infortunados pupilos. Recuerdo la primera noche, apenas apagadas las luces, los gritos soterrados de los más audaces, y una más o menos prolongada galería acústica de pedos, reales o simulados. Siempre me impresionó la habilidad de algunos chicos para tirarse pedos a su voluntad, en momentos estratégicamente calculados para excitar la risa de los demás o para desafiar a alguno de los curas o hermanos que nos cuidaban.

Pepe Cámera estaba en el último año del secundario. Era uno de 'los grandes', y al igual que los soldados que se aproximan a la baja, gozaba de privilegios y parecía saberlo todo. Dado que nunca me he sentido sabiéndolo todo, de ninguna cosa de que se trate, siempre admiré el rol del experto, tan común en todas las instituciones. Como en todas las cosas, aparece bajo varias formas, y tiene su tipo superior y su tipo inferior, al decir de los astrólogos. El primero corresponde al orientador, y el segundo al sabiohondo o canchero, tan útil el primero como insoportable el segundo. Pepe era del primer tipo, y cumplió en ese año el papel más o menos difuso de protector que mis padres esperaban: me invitaba torta que le mandaban de su casa y me aleccionaba sobre la manera de tratar a los demás. Como estaba por terminar el quinto de año y volvería a la libertad, y como privilegio de su experiencia con los curas, era que solía andar con el obligatorio guardapolvo gris desprendido, algo que jamás nos hubieran tolerado a los nuevos, en el caso no imaginable de que nos hubiéramos atrevido a tanto. Hace unos pocos años encontré a Pepe en un supermercado, en Junín. No lo había vuelto a ver desde aquel tiempo, y habían pasado casi cuarenta años. Me pareció tan extraño verlo de igual a igual, despojado él de esa preeminencia que le daba mi mirada infantil.

Por algún motivo que no conozco, se decidió que al año siguiente cambiaría de colegio: iría a iniciar la secundaria a Rosario, que quedaba algo más lejos. Creo que una de las razones fue que papá recuperó en ese tiempo contacto con su primo Arturo, y me confió a su tutoría, que era un requisito normalmente exigido para los pupilos. Los dos años que estudié en Rosario fueron bastante más interesantes. Por de pronto, tenía salida los domingos, que pasaba en la casa de Arturo. Con el tiempo, empecé a salir los sábados por la tarde, y a veces retornaba al colegio los lunes a la mañana. Al principio me iba a buscar Marunga, la mujer de Arturo, una mujer voluminosa y de una bondad sin límites, que siempre vestía de negro, supongo que desde la muerte de sus padres. En esa casa todas las mujeres vestían de negro, tanto Sara, la hermana de Marunga, como sus dos tías, Esther y Quica. Además había un negro cuyo nombre no recuerdo, y al que imagino como una especie de criado. El también vestía de negro, pero me imagino que tenía que ver más con la moda antigua que con el luto. ¿Se llamaría Domingo? Tanto el negro como las tías ocupaban el ala lateral de una casa inmensa, en torno a un segundo patio. Adelante, después de un pasillo por donde salía a recibirme una de esas perritas que se te prenden a la pierna para tener un acto amoroso con las botamangas del pantalón.

Recuerdo del tío Arturo Figueroa sus bromas, cuentos verdes y aforismos costumbristas. Una broma característica era satirizar la sordera de Quica, que confundía lo que se decía con palabras que sonaban parecido, respondiendo también él con frases incongruentes. Cuando en medio de los largos partidos de cartas que seguían al almuerzo Quica preguntaba ceremoniosamente, como la mayoría de las personas de edad: "Arturo, ¿no tiene cambio en sencillo?", porque había que pagar las apuestas que eran siempre en moneda chica, él preguntaba a su vez: "¿Cómo? ¿Si tengo calzoncillos?". Quica era sorda, y quizá Esther también, pero menos. En cambio, Marunga se hacía la sorda ante las bromas y alusiones generalmente subidas de tono que a Arturo le deleitaban, porque le parecían de mal gusto, en lo que no le faltaba razón, aunque justamente allí radica la gracia. Sara, en cambio, las festejaba. Arturo encontraba en mí una complicidad de escucha, y gozaba en su papel de iniciador del adolescente, que a tantos les gusta desempeñar. Así que en medio del juego, o a su conclusión, desgranaba una especie de folletín de erotismo y sexología por entregas, que tenía oportunidad de ampliar cuando de vez en cuando lo acompañaba a hacer alguna compra. Arturo tenía la cara adecuada para su personalidad, extraño fenómeno que según creo es el resultado de una prolongada compenetración con el propio cuerpo. Era bajo, ligeramente entrado en carnes de tal modo que inicialmente se podía ver como gordo un cuerpo que en realidad era morrudo y ágil, aunque por lo que sé nunca tuvo trabajos más exigentes que calentar la silla de una oficina o las que había en la cocina de su casa. Allí trabajaban las mujeres, y mujeres era lo que sobraba. Pelado, de prominente nariz aguileña y roma y esas mejillas algo salidas que papá también tenía, al igual que yo. Por lo tanto deduzco que este rasgo viene de los Figueroa, ya que Arturo era primo de papá por el lado materno. En el caso de Arturo estas mejillas carnosas eran mofletes que caían hacia abajo, enmarcando un bigote corto y ancho, y dándole un aspecto semejante al del bulldog. Para aumentar la semejanza, casi no tenía cuello y era ligeramente encorvado. Era muy corto de vista. Los anteojos que usaba eran del tipo culo de botella, con esos círculos concéntricos verdes que probablemente el arte de la óptica ha logrado superar porque hace mucho que no los veo. O a lo mejor ya no hay gente tan corta de vista, cosa que no es impensable porque los tiempos cambian. Los gruesos anteojos de Arturo, de marco negro, ayudaban a que el que estaba delante pudiera ver ampliados sus ojitos pequeños y pícaros, elemento clave de su perpetua ironía.

Los domingos solía venir, a comer y a pasar la tarde, la Nena, una especie de sobrina de las tías viejas. En esa época tendría unos treinta años, y jugaba de independiente y avezada en las cosas del mundo en ese mausoleo de mujeres domésticas y recluidas. Ella trabajaba, vestía bien y de todos colores, y no le faltaban galanes. También de buen humor y hasta pícara, era el eco ideal para el bromista Arturo. Con el tiempo, ella también empezó a iniciarme, y me llevaba a veces a tomar un vermouth en el bar El Ancla con picada servida sobre un papel blanco en vez de platitos, informalidad que a ella le gustaba. Creo que fue la primera mujer que deliberadamente me empezó a ofrecer el punto de vista de las cosas desde el lado femenino, cosa que entonces no se estilaba. A sus ocasionales confidencias amorosas creo que agregó otras relacionadas con la familia. ¿De qué otro modo puedo haberme enterado, por ejemplo, de que Arturo tenía desde hace años una relación oculta con su cuñada Sara, aprovechando las salidas de la piadosa Marunga a misa, y hasta al mercado?

La Nena me llevó algunas veces en sus salidas de los sábados. Eran lugares públicos que yo asociaba al vertiginoso mundo amoroso de los grandes, donde se hablaba de mesa a mesa y podía sentarse a compartir con nosotros alguien que yo imaginaba como el novio de la Nena, excitaban no sólo mi incipiente sensualidad sino también mi deseo de conocer ese lado de las vidas de la gente, navegar en él y, si era posible, hasta ahogarme. No demoré en sentirme atraído por la Nena, quiero decir, atraído en un sentido erótico, y por lo tanto en los años que vendrían, cuando la recordaba de tarde en tarde, tenía la fantasía de retornar a visitarla pero ya convertido en hombre, como para poder enfrentarme de igual a igual a ese arquetipo platónico que es la mujer de mundo, o más exactamente la mujer que maneja los hilos del mundo, de los cuales pendemos las marionetas. Aunque no es necesario decir, por obvio, que tal fantasía nunca se concretó, sí debo anotar que las fantasías juveniles son extremadamente duraderas.

Cuando ya promediando los cuarenta retorné a Rosario por un par de días, por primera y hasta ahora única vez luego de aquellos años de colegio, me lancé apenas pude a una prolija búsqueda de los vestigios arquitectónicos que pudiesen quedar de la casa de la calle Mendoza, y de la propia Nena si es que era posible encontrarla. Desde luego, la vieja casa había sido demolida. Yo sabía que tanto Arturo como Marunga habían muerto hacía bastante tiempo, y mucho antes debería haberles sucedido lo mismo a las viejas Quica y Esther. Nada hay que me exalte más que la búsqueda detectivesca en las fronteras de un dato perdido. Me encarnizo como un sabueso. Hurgo aquí, pregunto allá, camino las necesarias cuadras –que son siempre muchas-, dialogo con porteros que no quieren dejarme entrar, y finalmente estoy en el departamento de la Nena: para mi desolación está vieja, increíblemente vieja, pero este hecho previsible no se me había pasado por la cabeza. No era muy linda: su encanto residía en que yo la veía como seductora y fatal. En compensación, me recuerda perfectamente y conserva la vivacidad en el mirar. Vive con una mujer anciana, octogenaria o quizá nonagenaria, que para mi sorpresa resulta ser Sara. La Nena me cuenta que Marunga me consideraba un ingrato, ya que nunca había vuelto, y ni siquiera le había escrito, a ella que se había preocupado tanto por mí. Admito en mi interior la total justicia de este calificativo, y me siento dolido y desolado, no sólo porque nunca se me pasó por la cabeza comunicarme con ella para decirle que vivía, o preguntarle como estaba, sino porque además me convertí sin querer en un motivo de pesar, entre los muchos que puede haber tenido en sus últimos años.

Pero Rosario no era sólo esta casa de la calle Mendoza. Era una ciudad como yo no conocía otra, con tránsito, bocinas, luces. Y cines. Empecé a aficionarme al cine de modo tal que visitar el Heraldo o el Gran Rex se convirtieron en parte de la rutina de los domingos. A veces salía de un cine y me metía en otro, porque es increíble lo larga que es la tarde si uno va al cine temprano. Ahora, que no puedo ver dos películas seguidas, me parece no menos increíble la avidez de fantasía y entretenimiento que puede tenerlo a uno tantas horas en una butaca, probablemente ni siquiera demasiado cómoda. Desde mi primer año en Rosario empecé a llevar un diario, donde pegaba los talones de las entradas junto al registro de ese día. Dentro de lo periférico e insustancial de las anotaciones, que pocas veces consignaban una emoción o un sentimiento, incluía la prolija anotación de los nombres de las películas y los actores, que ya empezaba a reconocer. De vez en cuando cerraba con un "¡Buenísima!", un caluroso "¡Extraordinaria!", y muy pocas veces con el indiferente "No valía mucho". El diario, que llevé durante cerca de diez años, fue algo más que una tranquilizadora rutina diaria que compensaba la sensación de soledad. Sentía una fuerte corriente de intimidad entre la página y yo. Aun las nimiedades relacionadas con mis movimientos y actividades del colegio o los viajes a casa, se constituían en una válvula de escape de una interioridad comprimida dentro de un molde social hostil, lleno de reglamentos, actividades, organización colectiva del tiempo que nunca se detenía, porque el principio regulador consistía en que un alumno debe estar permanentemente ocupado, o de lo contrario durmiendo. Este sabio principio que es tanto militar como monástico, indispensable para mantener funcionando una cofradía eclesial o un ejército, es de suyo insoportable, o más exactamente, incomprensible, para un adolescente que viene de una vida familiar común, donde el principal tributo, a veces el único, consiste en ir a la escuela todos los días durante cuatro o cinco horas.

En el colegio la vida comienza a las seis y media con el estentóreo grito de un religioso que recorre a paso marcial el dormitorio gritando "¡Arriba!", "¡A levantarse!", "¡A ver los remolones!", distribuyendo aquí o allá una enérgica palmada en las ancas de un durmiente. Se han prendido las luces a giorno mientras la ciudad todavía duerme, y hay que abandonar rápido el cálido útero del lecho, vestirse apresuradamente, sacar el dentífrico y el cepillo de dientes de la mesa de luz, ponerse la toalla al cuello, como los camioneros, y marchar al baño donde resuena el agua corriendo de veinte canillas abiertas. Bien o mal peinados, con unas corbatas que a veces pisan un ala del cuello de la camisa, formamos luego una fila en el pasillo, esperando que los más lerdos, generalmente siempre los mismos, terminen de tender la cama, sin que queden arrugas o almohadas fuera de quicio, porque todo lo observa el ojo avizor del vigía de turno. Al cabo salimos, también en fila. Algunos días, no me acuerdo cuáles, hay que ir a misa. La capilla, igual que todos los recintos del colegio, es fresca en verano y helada en invierno. Pero uno debe concentrarse en el Santísimo Sacramento, en el tiempo de Adviento o en los rigores de la Cuaresma, ignorantes de los cuales vivíamos tan bien hasta hace poco. Seguimos estos hechos singulares mediante un devocionario. Un nuevo hermano o cura, o el mismo del dormitorio, nos dice la página que hay que abrir y si hay que pararse, sentarse, o arrodillarse. Eventualmente comulgamos. Luego se pasa al comedor, donde se sirve un café con leche acompañado por una ancha rodaja de pan sin manteca. Será necesaria una fecha patria o el día del Santo Patrono para que haya miel o una escudilla de dulce. Después se va a una sala de estudio donde un tercer supervisor, generalmente el Hermano Simón, el más bueno de todos, sentado en un estrado, observa todos los pupitres. Si alguien no hizo ayer lo que debía, tiene una última media hora para pasar el trabajo al cuaderno Espejo ("Ese que debe ser un espejo de lo que vosotros sois, por eso debe estar siempre inmaculado, prolijo, completo"), estudiar la lección de zoología para evitar que el implacable Hermano Cuasante, un vasco duro y rígido que parece estar hecho de charqui nos abochorne con su invectiva feroz, o conseguir un permiso especialísimo para volver al dormitorio ("¡A la carrera, y mañana de acuerdas de traerlo al levantarte!"), a buscar las pastillas esas que nos dio el doctor para tomar después del desayuno. Por supuesto, ahora el tiempo es escaso para hacer el machete que nos permitirá copiar en la prueba de matemáticas, eso hay que haberlo resuelto en las horas de estudio de la tarde anterior, porque es muy difícil preparar esas chorreras de fórmulas en letra pequeñísima que casi nadie pueda descifrar, ni siquiera uno mismo llegado el caso, pero que, oh, insondable misterio de la mente, nos han servido para memorizar el teorema de Thales, con su límpida demostración que en realidad sólo convence al profesor de matemáticas.

Recién al pasar al patio para formar y dar inicio a la jornada nos vemos las caras con los externos, envidiada casta de los que pudieron recibir un beso de la mamá esa mañana y tomar un café con leche con gusto a café con leche, y quizá con tostadas. Y manteca, por supuesto. Entre esos está Francesio, que es el mejor alumno, y Abramovich, el gordito afable que se sienta delante mío. Y aquel chico de mundo, bien vestido, con mocasines tan lindos, que entró avanzado el año porque estuvo de viaje, que pertenece a la familia Lagos, los dueños del diario La Capital. Siempre impecablemente peinado, con gomina por supuesto, y que aún cuando se despeina el pelo lacio le cae tan bien sobre la frente. Primer descubrimiento sobre las clases altas que los años de universidad corroborarán: no sólo son mejores en casi todo, sino que también son más lindos, más elegantes, les cae mejor la ropa, y hasta son los que primero empiezan a usar pantalones largos, lo que permite evaluar la raya y la botamanga en vez de las musculosas y a veces ya velludas pantorrillas de los compañeros de curso.

La jornada matinal pasa finalmente. En el segundo año descubrimos que el Padre Carraro (por suerte no he olvidado su nombre, pues era un cura maravilloso y afable, uno de los pocos argentinos entre los franceses que predominan en el colegio), que enseña matemáticas, procura dar rápido su tema para poder leernos algún cuento de Chesterton, esos del Padre Brown. Además un día nos deslumbra con sus conocimientos de ocultismo, hipnosis y experiencias místicas. Se atraviesa con un alambre un pliegue de piel del cuello, a la altura de la nuez de Adán, que sujeta con el pulgar e índice de la mano izquierda, tirando hacia adelante. Y no le sangra. No es un truco, vemos el alambre empujado de izquierda a derecha una y otra vez. Precursor del Padre Quevedo, otro día nos hipnotiza, a dos o tres que nos ofrecemos para el experimento. Previamente nos ha hecho concentrar la vista en una medallita que hace pendular ante los ojos. Luego debemos cerrarlos, y nos habla un rato. Finalmente nos dice que cuando nos de la orden de abrir los ojos no podremos hacerlo. Da la orden... ¡y los párpados pesan como plomo! Luego, anuncia que cuando él chasquee los dedos podremos abrirlos. Y también sucede así. ¿No es verdad que esta es la mejor manera de enseñar matemáticas? ¿Cómo no saben esto los profesores que creen que todo comienza y termina en el álgebra? No señor, la matemática empieza en el oriente, en el oriente de la mente, que es disciplina, rigor, contemplación, búsqueda de absoluto. La matemática no es sólo la línea y el círculo, sino la esfera y la música de las esferas. Es decir filosofía. Y esto no puede comprenderse si no nos lo ha enseñado un maestro del razonamiento, un Chesterton por ejemplo, que puede unir la buena mesa al delito, el pecado al Club de los Doce Pescadores, el tren de Devon a las maravillosas enseñanzas de Jesús. Siempre creo en Jesús, en este tiempo por lo menos. Años después descubriré que no es lo mismo Jesús presentado por Chesterton que por el Obispo Quarraccino, pongamos por caso. Me pregunto si no habrá dos Jesuses, o más. No sería extraño.

Hace falta algo de actividad. Me ofrezco como monaguillo y eso me permite un breve paso por la escena. Pienso que voy a ser actor, y mi carrera de docente lo confirmará luego. Como monaguillo tengo un papel secundario, de ayudante-alumno, digamos. Hay momentos emocionantes, como la entrada al altar, precediendo inclusive al sacerdote. Tiene razón Andy Warhol, en la sociedad moderna cada persona podrá disfrutar de quince minutos de celebridad. Ese es el momento del monaguillo, aunque más breve, es cierto. Pero cuando yo ayudaba a misa Andy Warhol era estudiante de segunda en un college de Ohio, y aún no soñaba con teñirse el pelo. Probablemente en esa época ni siquiera había empezado la Edad Moderna. Lo cierto es que hay una serie prolegómenos y aprendizajes. Nos cubríamos con un paño blanco, problemente de lino, como el alba, siempre impecable y bordado. Y la estola y el cíngulo del celebrante. La cercanía del tabernáculo me llena de una especie de emoción y horror sagrado. Señor, que nunca cometamos el horrible pecado de dejar caer un trocito de la hostia consagrada, que luego pueda ser pisado por las suelas de tanto párvulo apresurado. Menos aún de cometer deliberadamente el sacrilegio de la profanación de la sustancia consagrada, como nos informan que suelen hacer los comunistas ateos. El cura abre y cierra el tabernáculo con una llave pequeña. Lo hace con cierta fría profesionalidad que yo no alcanzo a descubrir entonces, porque examino el conjunto de sus movimientos, el despliegue global de la escena. Somos dos monaguillos. Uno de nosotros se levantará en cierto especialísimo momento a buscar la campanilla. Es una campanilla triple, que suena como un instrumento de música. El cura levanta primero la hostia y luego el cáliz, o al revés, y ese es el momento. La consagración. Luego se dará vuelta y enfrentando al público indiferente de borregos que están iniciándose en el arte de pecar, levantará bien alto, con estudiada lentitud, las sagradas formas. Ese es uno de los momentos culminantes, en los que es obligatorio bajar la vista en actitud de respeto, si no de sumisión. Fue necesario asistir a muchas misas hasta que descubrí que si no bajaba la vista, no sólo podía disfrutar a pleno del mejor de los momentos de la misa, sino también que no se caían las paredes del templo, quebradas las columnas por el Sansón de mi osadía.

Otra distinción concedida al monaguillo es la posibilidad de comulgar en las dos especies, esto es, la de tomar un trago de vino además de comer la hostia, cuyo sabor indescriptible, probablemente por la deliberada falta de gusto lograda al fabricarla, ya conocíamos. ¡Qué sensación emocionante, para mí que todavía casi ni probaba el vino! ¡Qué regusto dulzón que se prolonga en la boca durante largo rato! ¡Qué extraña y deliciosa sensación que se siente en la cabeza y en el ánimo, sobre todo si no se ha desayunado, y por supuesto que no se ha desayunado! Preanuncio de los goces terrenales, de las moradas uvas de Velázquez, de la filosofía del placer y de las lascivas prácticas de Baco, y de tanto bebedor que he visto, y que, desde luego, he sido. Y soy. Y sobre todo, en medio del ambiente recatado y de estimulante sensación de culpa que es un colegio de curas. En medio de las vidas y los hechos de los apóstoles, convertidos involuntariamente en emblema, al igual que los innumerables santos con cuya casuística nos ilustraban los lectores de oficio y los predicadores para hacernos entrar en clima durante la homilía.

No se desaprovechaba ninguna oportunidad para presentarnos estos ejemplos aleccionadores de hombres cubiertos de llagas que agradecían a Dios que se hubiese fijado en ellos. El Padre Cuasante, por ejemplo, durante los días que estaba a cargo de la supervisión de los almuerzos, gustaba hacernos leer por turnos, o leer él mismo con su voz tonante, plena de calculados énfasis, la vida y obra de aquel santo varón que dedicó su vida a los leprosos. Es difícil transmitir la sensación de enterarse que usaba una espátula para desprenderse del cuerpo los trozos de carne que ya había muerto y estaban a punto de desprenderse, en el momento en que te llevas a la boca una cucharada de lentejas. Ese día se inició una especie de movimiento social de repudio a Cuasante, que desde luego no prosperó, pero al menos sirvió para darnos cuenta de que éramos muchos los que veíamos una cierta incompatibilidad entre la lepra y la cena.

El período de Rosario terminó cuando A ello contribuyó no poco un problema de salud, producido por la medicina preventiva. Un médico de Rosario dijo, después de examinar varias radiografías, que mi columna vertebral mostraba una tendencia a desviarse. La posibilidad de una joroba creó cierta preocupación; para evitarla, lo mejor era tener los huesos en buen estado, y para eso era necesario fortalecerlos mediante inyecciones intramusculares que tenían calcio. Como se ve, el calcio era la gran receta para superar la infancia. Una jeringa depositaba cada dos días un líquido espeso, una vez en cada nalga. La inyección era lenta y dolorosa; luego había que masajear la zona, hasta que el organismo la absorbiera. No lo hizo así el mío, y la zona dolorida comenzó a inflamarse. Era un absceso. Viajé a Rafael Obligado con parte médico, y el Dr. Menoyo dijo que se había formado un absceso y había que chuciarlo de inmediato, operación que practicó con mano segura y bisturí filoso. Me ahorro la descripción de esta escena, que pude observar de costado. Durante la convalecencia, se decidió que seguiría estudiando en Junín.

A fin de año me compraron el primer traje de pantalón largo, color crema. También una camisa celeste, y mocasines amarillos, con hebilla. Vestido así caminé por la calle Córdoba. Me senté, como otras veces, a la mesa de un bar, y pedí un café con crema. Después fui al cine Gran Rex. Había pocas personas. Dos butacas a mi izquierda se sentó una chica, que ocupó gran parte de mi atención hasta el momento de salir. Sé que ella me miró varias veces, y yo también lo hice, pero nuestras miradas nunca se encontraron. Fue breve pero detenida la observación lateral de su perfil y sus grandes ojos, que miraba desde un traje y una juventud recién estrenada.




[1] Quizá se llamaba Simón.
[2] Nguyen, F.: El arte de la guerra nocturna, Barco editará, Santiago del Estero, 2010.
[3] Anita Stocker. Ref. Papelera Stocker, que dominó el mercado hasta que llegaron Ledesma y Massuh.