Hoy es domingo, está seminublado, y estoy solo en mi casa de Los Fresnos. Acabo de reescribir la última frase, que tenía lista hace tiempo, taché dos líneas al comienzo y agregué algunas palabras en tal y cual parte. He concluido esta historia, pero antes que leas lo que sigue quiero decirte que me costó retomar el hilo de la narración. Es que ha pasado mucho tiempo, unos quince años, desde que comencé. Era 1994. Vivía ya en esta casa, y estaba divorciado desde hacía varios años. Mi hija Victoria había decidido vivir conmigo, y por primera vez tenía computadora y teléfono. Marta había muerto en 1987, y su partida nos dejó una sombra que tardó en disiparse, aunque su recuerdo luminoso la fue borrando suavemente, como ella hacía las cosas. Papá se cayó un día de 1991 y ya no pudo levantarse. En la clínica María Zell donde Marta había pasado sus últimos días, él pasó los suyos.
Entonces, escribí unas quince páginas que centraban el relato precisamente en su figura, y ahora podrás comprender por qué lo hice: necesitaba verlo y tenerlo otra vez conmigo. Era claro que me había resignado a su muerte, pero no a su olvido. Recordé las pocas cosas que decía de su papá y su mamá, y las muchas que decía de su abuelo. A muchas de ellas las había anotado, cuando después de registrar historias familiares de árabes y criollos, me di cuenta de lo conveniente que es entrevistar a los propios padres y abuelos. Pero ahora no tengo a mano ese cuaderno. De todos modos, traté de no perder el principal hilo de la narración, que tenía que ver con mi propia vida intercalada entre los engranajes de la familia, que eran parte del orden social. Esto es fácil de decir, pero me había costado mucho tiempo de maduración, en torno a la idea de que mi vida estaba centrada en sí misma, y desde allí podía vincularse a otras vidas. Así escribí varias semanas, presumo, en cada rato que tenía libre, como un poseso, pero sin mayor esfuerzo, como siempre que la posesión es consentida. Sarna con gusto no pica.
Pero después, otros temas ocuparon el centro de la atención. Ese mismo año comencé a trabajar en mi tesis de doctorado, que me llevó unos trece años. Publiqué dos nuevos libros de poesía y uno de cuento, y gradualmente me introduje en un período de la vida que, lleno de aventuras no menos extrañas que las adolescentes, y a veces casi tan entretenidas.
Entre ellas, descubrí un curioso paralelo entre mi vida y la de mi papá, que por otra parte se parecen a las de todo el mundo. Y es que lavorare stanca, como dijo inolvidablemente Cesare Pavese. Después de la laboriosa instalación en el mundo adulto, que transcurre aproximadamente entre los 35 y los 50, vienen los años exigentes de realización y dominio. José Ortega y Gasset, que definió estas etapas en su teoría de las generaciones, me dio una perspectiva útil para mi vida, y las vidas en general. Y desde allí percibo que
esta larga pausa que las circunstancias impusieron en este libro han sido muy convenientes, porque la escritura pudo ayudarme a remontar una etapa de cansancio, en la que dejé de remar. La corriente conduciría la barca.
Los años que ahora voy a narrar describen situaciones nuevas que requerían urgente atención. Acababa de regresar a la vida de familia después de tres años como estudiante pupilo. Dado que había pasado un período de fuerte disciplinamiento, la tarea de levantarme a las 7 de la mañana para entrar al colegio a las 8 me resultaba extremadamente placentera: podía controlar su desarrollo.
Por de pronto, tenía un reloj pulsera que mis padres me habían regalado para mi último cumpleaños. El reloj tenía alarma, y su sonido significaba que yo había establecido la hora de levantarme. Me parece que en esos años nació una nueva relación con las instituciones, quizá porque ya había asimilado sus mensajes.
Se trataba de una sensación de autonomía un tanto ficticia, por cierto, pues significaba que el disciplinamiento social había encontrado en mí tierra fértil. Ahora, podía controlarme a mí mismo. Iba hacia una autodisciplina, que en los años de La Libertad tomaba la forma del ayuno: pasar un día entero a pan y agua, y ya en Junín, pasar una noche en vela. Era conciente de tener un proyecto propio, y su cumplimiento demandó acoplarme todo lo que pude a distintas formas de vida, tratando desempeñarme con eficacia en distintos círculos sociales.
Recuerdo algunos episodios de esos años que narraré mejor si los centro en los distintos ambientes –o círculos- donde pasaba el tiempo. Esta es una etapa en la que quiero detenerme. Y me gustaría escribirla en Junín, cerca de mis amigos Mario Vinciguerra, Tommy Kenny, Ricardo Bianco, Alberto Lariguet. Hay todavía unos cuantos momentos por revisar y lo voy a hacer sin apuro.
Viviendo con Marta
Cuando papá dejó su trabajo en La Libertad , se decidió el traslado de la familia a Junín, donde yo podría terminar la secundaria. Vivir en una ciudad nos ofrecía a todos un nuevo horizonte, que mis hermanas valoraban especialmente: les permitía hacer amigos, trabajar y aprender. Para entonces, Marta ya trabajaba en La Textil , y se alojaba en la pensión de Yolanda Brignardello, en Arias y Almafuerte, haciendo cruz con el Oner Bar. Primer piso, y nuestro cuarto tenía balcón.
Viví con Marta un maravilloso tiempo que ahora no puedo precisar. Ella era cariñosa, activa, de pocas palabras, y sonrisa inolvidable. Había siempre amigas y amigos a su alrededor, la Negra Westrepp entre las más fieles. Otro de sus amigos entonces era Cacho Buonanotte, que a eso de medianoche solía pasar cantando: “Como son largas las semanas / cuando no estás cerca de mí. / No sé que fuerza sobrehumana / me da valor para vivir”.
Fue un año muy feliz al lado de mi hermana. Sentí total libertad por primera vez luego de los años de pupilado. Después de vivir durante tres años en el colegio, era novedosa la sensación de ir al colegio. Llegaba en diez minutos, después de tomar un café con leche con manteca y miel. Cine, onanismo y literatura conformaban el triángulo del ser de un joven de la época.
Iba al cine casi todos los días. Había tres: San Carlos, Crystal Palace, y el cine teatro Italiano. Debo haber pasado más horas allí que en ningún otro edificio, sin contar mi casa.
En cuanto a los libros, los leía en la Biblioteca Municipal , y a medida que las clases de literatura avanzaban pasé del Arcipreste de Hita a La Chanson de Roland, del Quijote a los románticos, y luego a los modernos. La librería de Ferra cumplió el papel de una institución superior en mi formación de lector. Allí conocí a Chesterton, a Neruda, a José Ingenieros.
Lista de lecturas
El colegio nacional
“Hoy tuve clase de Matemáticas. El profesor nos habló de las ecuaciones con una incógnita, la democracia y el laicismo”. El Ingeniero Dulbecco era bajito, afectuoso y sonriente. Recuerdo que alguna vez criticó a la Iglesia. Otra vez me hizo pasar a exponer la fórmula para el cálculo de la hipotenusa. Esto lo entiendo, y hasta la dibujé en el pizarrón, con un transportador grande, de madera. Más difíciles son las fórmulas de química.
“La semana pasada me estudié de memoria la derivación del carbono y sus combinaciones con el oxígeno, el hidrógeno y el sodio, produciendo clorados, hidrocloratos y algún ácido que me olvidé”. Pedí pasar a escribirla en el pizarrón y me subieron la nota. Creo que la profe era la Sra. de Paccioni.
Descubro que las posiciones que ocupamos en el aula no son casuales. Del lado de las ventanas que dan a la calle, que se suponen los mejores lugares, se sientan los hijos de profesionales y comerciantes de largo arraigo, y acaso de alta alcurnia. En el primer banco de esa fila más o menos selecta está el “Pato” Itoiz. El apellido luce jurídicamente impecable en una placa de bronce ubicada a pocos metros de la Casa Parroquial , en el corazón del poder. Detrás se sienta Benito De Miguel; lo apodan “Tore”, derivación de senatore, alusión a su abuelo de igual nombre, conspicuo conservador que en los años 30-40 compartió las sillas del Senado de la Nación con Alfredo L. Palacios. Benito era un chico diez, acostumbrado a la excelencia, que mostraba sin afectaciones. Detrás se sienta Fito Fernández, un personaje querible hasta la idolatría, y por momentos insoportable, cuyo humor satírico se combina con el modo tanguero de concebir la existencia. Últimas de esa fila, las mellizas Forti, estudiosas, de impecables guardapolvos almidonados y delgada cintura.
Yo me siento en la fila opuesta, la que está más cerca de la puerta. Permite una rápida salida del aula en caso de emergencia, y desde allí se visualiza toda la escena, de lo que están privados los que se sientan junto a las ventanas, o en las primeras filas. Allí estábamos Tommy Kenny, Tanguito Villalba, Palavecino, y el último año María Elena Gelari.
Iglesia y vida religiosa
Entretanto, cayó un día un señor bajo y afable, algo entrado en carnes, que se presentó como Mayor Arce. Su condición de Mayor provenía de su rango en el ejército, ya que estaba afectado al regimiento local. Se proponía formar un grupo de la Sociedad San Vicente de Paul, que ganó su lugar en el santoral ayudando a los presos. Así se formó en Junín el grupo de vicentinos, como nos llamábamos. También nos llamábamos “hermanos”. Comenzamos a visitar la cárcel de encausados, que nos descubrió uno de los lugares vedados de la sociedad. Allí nomás, en la esquina donde pasábamos todas las siestas en nuestras bicicletas, estimulados por la alegre ilusión de la libertad, estaban los presos.
Los Vicentinos. El nacimiento de la vocación social. Organizábamos visitas a los presos, íbamos con el
Un mayor Arce, el pintor aficionado.
La cepillería
Fue Tomy Kenny, amigo compañero del secundario, quien me llevó a la cepillería de Juan Carlos Zerbini. Alberto Lariguet también formaba parte del equipo. Era un trabajo ideal para estudiantes; trabajábamos pocas horas por día, y al retirarnos cada uno anotaba la cantidad de cepillos que había armado. Casi siempre cobrábamos a fin de mes. El armado de los cepillos consistía en pasar un lazo de alambre -enrollado a una madera que sujetábamos con los pies- por cada uno de los agujeros taladrados previamente en una base de madera, y en cada uno colocar un puñado de paja. Luego se levanta el cepillo hacia arriba con fuerza, el alambre se tensa, y la paja queda inserta en el agujero. Eran cepillos para limpiar los tachos de leche, y también para barrer las calles. Se usaba paja “trevia”, de amarillo intenso, muy resistente. Podíamos ir a la hora que quisiéramos. Recuerdo haber pasado noches enteras, y a veces iba a las 4 a.m. La casa de los Zerbini estaba siempre abierta, o sea que no necesitábamos llave; un buen ejemplo de cómo era la vida de barrio en Junín.
Una vez me prepararon una broma, sabiendo que solía ir a esa hora, y entonces abro la puerta y veo un cadáver, era un cuerpo con un cuchillo clavado en la espalda y al lado había un libro de Fantomas. Había sido una ocurrencia de Juan Carlos, que era muy bromista. Si bien el cuadro me impresionó, pensé “estos me deben estar mirando”, y entonces me acerqué silbando con naturalidad y patié el cuchillo que estaba puesto sobre el almohadón y las colchas que simulaban el cadáver.
La plaza
La casa parroquial queda a pocos metros de la Biblioteca Municipal. Es que la Municipalidad y la Iglesia San Ignacio de Loyola son contiguas, frente a la plaza de los tilos. Hay bancos en la plaza y bancos a los costados de la plaza. En unos se depositan cuerpos y en los otros valores. En las inmediaciones se encuentran la Escuela Normal , la librería Bianco, la panadería La Confianza , el molino Aguiar, y la casa Unamuno, Ruiz y Cía. Así está conformado el anillo de poder en una ciudad pampeana: la educación y el capital vigilados por el alcalde y el cura.
Sin saber todo esto, un día de invierno me senté en un banco de esa plaza, para dibujar; había un concurso de manchas que organizaba la Municipalidad.
En la plaza de Junín, 6 de julio de 1957.
Concurso de dibujo y pintura. Foto Hailly
Un proyecto de viaje
Jorge fue el primer amigo al que visité mucho en su casa de Junín, en la calle Borges 448. Casa esquina. Un tipo de casa muy común en Junín, con entrada de auto y una piecita arriba, de los años '30. Ellos usaban el garage de taller, el cual Jorge lo usaba intensamente. Se había fabricado un revólver, y años después diseñó un motor rotativo, que superaba algunos problemas del inventado por Wankel. Lo visitaba mucho en las largas tardes de un estudiante de secundario. Ibamos a su cuarto y Jorge proponía situaciones: vamos a escribir un cuento en una hora, por ejemplo. Abría la puerta del placard, que separaba en dos el pequeño cuarto, y sin mirarnos cada uno escribía su cuento.
De esas conversaciones surgió el proyecto de ir a Estados Unidos en auto, y eso me motivó a ahorrar. Cuando cobraba el sueldo de la cepillería iba al correo a depositarlo en mi libreta de ahorro. La Caja Nacional de Ahorro Postal era un verdadero banco popular; mis hermanas y yo teníamos libreta desde chicos. Escribíamos cartas a las empresas fabricantes de autos donde les decíamos que íbamos a ir a EEUU y que ello le iba a significar una gran propaganda para la empresa. Y entonces lo más lindo era que las empresas nos respondían: (escanear carta)
Dear Mr. Hintze & Mr. Tasso...
Un día el tema del viaje se trató en casa, y papá me dijo que no le parecía una buena idea, o que no me iban a autorizar, y entonces todo el proyecto fue bajado de un plumazo.
Ahora pienso que esta pulsión de viaje tenía remotos ancestros, y también la idea del “viaje americano” que alentó a tantos.
Con Jorge compartíamos también la pasión por la bicicleta y los viajes al golf. Jorge le puso nombre a su bicicleta y yo lo imitaba y le puse “Ocermela” a la bicicleta de mis hermanas. Y la usábamos para ir al golf, que me inspiró para escribir un texto “Confesiones de un golfista novel”, firmado con un pseudónimo: Federico Eloy.
En Junín se publicaba el periódico Cruzada Juvenil, de inspiración nacionalista, y probablemente orientado por alguno de los sacerdotes de la parroquia, quizás Aguirre o Puyelli. Quisimos diferenciarnos de ese grupo y tener nuestro propio medio de expresión. Salíamos a vender publicidad y con lo recaudado se imprimía Ideas, del que salieron 5 números a lo largo de un año. Un episodio: envié a Cruzada Juvenil un artículo que yo suponía polémico, con una fuerte crítica al historicismo y a la línea que mantenía ese periódico. Recuerdo la sensación de verlo publicado en primera plana.
“El hombre y el vacío” (agregar)
Mamá quería que cumpliera con las condiciones de tiro porque sabía que si lo hacía podía pedir prórroga para hacer el servicio militar. Así es como comencé a ir todas las semanas al Tiro Federal. Disparábamos con mauser, a siluetas colocadas a 100 metros . La patada del mauser te dejaba doliendo el hombro. Aprobé las condiciones de tiro, y efectivamente pedí prórroga e hice el servicio a los 22.
Con Marta y Susana nos asociamos al Golf Club; queda a 3 km y voy en bicicleta. Uso la Savoia negra de mis hermanas, lo que me avergonzaba al principio, ya que mis amigos tenían bicicletas de varón. En el club descubro la natación y la sinuosa geografía del golf.
Confesiones de un golfista novel
En las caminatas vespertinas y nocturnas es obligado pasar por la plaza. Si voy con Ricardo hacemos dos o tres pasadas por la Escuela Normal , donde vive Olga A., la hija del rector. Es especialmente importante para Ricardo pasar por allí, y verla o no verla a Olga gravitará de un modo u otro sobre la producción poética de Ricardo ese día y los siguientes, ya que decididamente la ama.
-Cerca de doscientos- dice Ricardo cuando le pregunto cuántos poemas le ha escrito. Esa cifra me admira porque toda mi “obra” para entonces llega a treinta y tantos escritos que llamo poemas. Dado que Ricardo expresa su pensamiento con claridad y contundencia, compruebo que se puede hablar del amor y la poesía en voz alta. Le cuento que también pienso en una chica, y pasamos por su casa. Yo tampoco la veo ese día, y eso gravita sobre mi escritura esos días: me entrenaré con el soneto, la soledad, y me alimentaré de las secretas conexiones entre el amor, la muerte y la literatura.
El primer misterio que intenté abordar esos años es el de la muerte. El tumbismo, que imaginé como doctrina o corriente literaria, ponía su énfasis en la situación de los muertos, en ataúdes y tumbas convenientemente sombríos, y en el acto de morir. Esos días dibujaba en el pizarrón del colegio una tumba, durante los recreos. “-¿Vais a los cementerios? –Mucho, mucho”, podría haber respondido, como Garrick. Iba al cementerio de Junín, desde luego. No tenía allí ningún muerto, el cementerio era una institución nueva y tan ajena como todas las que estaba conociendo hasta el momento.
A la sombra del barro. No es un buen título, pero es el que elegí para el conjunto de 43 poemas en seis secciones: Tumbismo, Descripsajes, Neutralismo, Fracasismo, Amoríos de Invierno, y Cantos. Ahora lo veo marcado por la poesía que llamamos romántica. Gustavo Adolfo Bécquer en primer lugar, y sus Rimas inolvidables que no dudaba en imitar. También usé matices de paletas truculentas, como la de José de Espronceda: “Me agrada un cementerio de muertos bien relleno / manando sangre y cieno que impida el respirar / con un sepulturero de tétrica mirada / con mano despiadada los cráneos machacar”. Para entonces ya conocía “El poema negro” de Claudio de Alas: el Canto IV lo reproducía en 17 versos, describiendo la emoción literaria de besar los labios de una amada muerta.
Leo a Neruda y renueva mi visión del mundo, hasta entonces limitada a alguna poesía española: Becquer, Espronceda, Fray Luis, etc. Deslumbrantes, desde luego, pero Neruda es otra cosa, otro tiempo, otro espacio. Es América, el siglo XX, el surrealismo. Residencia en la tierra cambia mi rumbo.
Cartas
La primera carta que escribí a los poderes estaba dirigida a la municipalidad de Junín, sugiriendo reemplazar el cartel “Tráfico pesado”, recién colocado en la calle Almafuerte y Winter, reemplazándolo por “Tránsito pesado”, porque la palabra tráfico estaba asociado al comercio, y el tránsito a la circulación de vehículos, según la definición del diccionario que transcribí. Para mi sorpresa a los pocos días, el cartel fue corregido.
La correspondencia ocupaba un lugar importantísimo en esos años. Estaba el tema de establecer comunicación con el extranjero, esa era una preocupación grande para mí. Los programas de intercambio entre jóvenes que hacía la organización YOAN (Youth Of All Nations), con sede en Estados Unidos. Uno escribía una carta con los pocos datos que te pedían, y unas semanas después recibías una lista de direcciones de chicos o chicas que estaban queriendo hacer amistades. Yo escribí y al poco tiempo tuve relaciones que duraron un par de años: Joyce Smith de California, Alina Rossi de Trieste. La llegada de una de estas cartas del extranjero, significaban para mí una emoción extraordinaria, y dedicaba mucho tiempo en escribirlas. En esos días se me había ocurrido una fantasía: era que el extranjero no existía, que el extranjero estaba formado por unos grupos de personas que recibían toda la correspondencia y la contestaban, trucando fotografías de identidades, mapas y monumentos. Una superchería.
Escribía a las embajadas, a las editoriales. Recibí de una editorial de Estados Unidos una copia fotostática –la primera que veía- con una foto de Steinbeck, que con el tiempo se fue borrando.
Mi actitud de fascinación hacia los Estados Unidos puede considerarse un éxito de los procedimientos comunicacionales luego de la segunda guerra mundial. Más tarde Jauretche la llamó con acierto “colonización cultural”. Cuando escribía a la embajada de Rusia firmaba al revés, para confundir a los comunistas. Y para mi sorpresa recibía cartas a nombre de Alberto Ossat.
Las convocatorias de los diarios eran tentadoras. Un poema destinado al suplemento cultural deLa Nación recibió una cortés respuesta:muchas gracias por su colaboración, perola falta de espacio nos impide publicarla.Participé en un concurso al que había que enviar un texto de no más de 100 palabras sobre "El hombre de nuestra ciudad", queriendo decir el de Buenos Aires. También me tentó una marca de pintura que solicitaba cuartetas alusivas a sus cualidades, que no conocía en absoluto. Pero como mi especialidad comenzaba a ser la poesía, envié varias.
Es lo pintado un primor.
Es una seda el pincel.
¡Y que brillo su color
si es que usamos Pan-Namel!
Declaraciones
Envidiaba la destreza e algunos de mis amigos para relacionarse con las chicas, y también su aspecto físico. Y yo tenía granitos. Se afirmó mi deseo de tener barba, que sin embargo no crecía. El asunto pasaba por declararse. Declararse quería decir más o menos lo siguiente: el varón debía buscar una situación apropiada en la que, estando a solas, le manifestaba que sentía por ella algo especial. Por ejemplo, amor. Dicho así parece fácil pero en realidad resultaba bastante complicado, por lo menos a mí. Lo hice varias veces, en número de tres por lo que me acuerdo. Todas me costaron bastante. Me parecía que tenía que realizar una actuación para la cual no había libreto.
Ella toca el piano en el living de su casa. Poca luz. Solos, 19:30 horas. Es alta y delgada, vestido celeste apretado a la cintura.
-¿Chopin? -arriesgo.
-Un vals de Strauss, en los bosques de Viena.
Pienso en las salchichas de Viena.
-Qué lindo. Una vez quise ser músico.
-¿De verdad? Contame. ¿Tocás el piano?
Me acerqué y pude olerla, recién bañada. Presioné sucesivamente unas catorce teclas.
-“Oh Susana” –dijo ella, que también se llamaba Susana. Y acto seguido reprodujo los sonidos, y le salieron mejor. Era evidente que estaba cooperando. Me sentí inspirado:
-Quería decirte algo.
-(mira para otro lado).
-(Toso) Es que…
-¿Sí…?
-…me gustás -arremetí.
No me olvido de su nariz aguileña, su expresión segura, su cintura. Y aquí me detuve para respirar. En esas ocasiones el corazón late muy rápido. No sé si dije algo más, o si ella dijo algo. ¿Me dijo que yo también le gustaba o me lo imagino ahora? Un ratito después le agarré la mano. La primera vez. Yo me imaginaba que seríamos novios, iríamos al cine y bailaríamos juntos. Ni había pensado en besarla. En ese momento su mamá abrió la puerta.
-Chicos, estaban acá. Vamos a comer.
Unos meses después ella me mandó una carta desde Las Achiras, en Córdoba. En la foto blanco y negro que tengo pegada en mi diario está a caballo, con serranías de fondo. Nunca fuimos al cine, ni la besé.
Viajes a Buenos Aires
Campeonato Internacional de Volovelismo. Traductor de inglés, con credencial. Viaje en avión de carga desde Campo de Mayo a Junín.
Una vez viajé a Buenos Aires con don Adolfo Lariguet y su señora, en auto. La visité a tía Anita y Ernesto, me compré un diccionario inglés-castellano Appleton, de bolsillo, un ejemplar del Buenos Aires Herald y una novela de pistoleros, también en inglés.
Sociología: padre Puyelli, Juan Carlos Iorio, que me pasó un libro de Miguens: La sociología como ciencia positiva.
A fin del colegio secundario, en 5º año, me tocó escribir y decir el discurso de fin de año.
M.D.
Dicción perfecta, una linda voz gruesa, nariz respingada. Nunca había mirado de tan cerca un pelo rubio así, como el de M.D., a cincuenta centímetros de mi banco, en el aula de inglés. Antes de traducir the pupils are in the classroom, while Miss Doubleday goes to London , supongo que ya me había enamorado.
Fue el primer motivo de inspiración literaria. Incluí algunos de los muchos poemas que le escribí esos meses en “Amoríos de invierno” y “Cantos”. Y aunque estuve alguna vez a punto de decirle algo, no me animé. Después, seguimos distintos caminos. Habían pasado casi cuarenta años cuando volví a recordar la historia, y la escribí así:
Primer amor en una ciudad pampeana
Un atardecer de invierno.
Yo tenía acaso catorce años. Hacía
un frío color rosa y azulado
sobre las casas
y en la calle que conducía a su casa.
Yo pasé, me detuve un segundo
o no me detuve, y sólo levanté los ojos hacia la luz
en la ventana
donde tal vez ella hacía algo con sus papeles
sus manos,
sus hilos de lana
un poema de Espronceda
o el manual de Eckersley.
No vislumbré pelo, ni silueta,
ni piel blanca
pero la vi, como siempre, en mi interior
adónde ella venía cuando la llamaba.
La vi ese día por última vez, y ya
no hubo otras clases de idioma
otros encuentros casuales bajo los tilos de la plaa
otras evocaciones interiores.
Sin embargo esa tarde permanece
suavísima pero indeleble.
Ella era rubia.
Yo tenía catorce años.
El invierno es la estación más larga.
(Dibujos al carbón, 1996, pp. 25-26)
Viaje de fin de curso
Fuimos a San Nicolás, a visitar los altos hornos de ACINDAR. Fue un viaje de sólo un día, así eran de ascéticas las costumbres. No recuerdo más que unos pocos detalles. Yo era el encargado de reunir los aportes de nuestros compañeros, y al momento del viaje me había gastado una parte de la plata. Tuvo que pedir un préstamo. El viaje fue lindo, y después de haber visto los gigantescos tachos donde hierve un caldo espeso que después será hierro o acero, uno se siente vagamente ingeniero, o periodista. Elegí esta segunda alternativa, y en el viaje de regreso escribí un cuento en el que el protagonista trabajaba para el diario El Norte, que conocimos en nuestra visita.
Hacer algo nuevo todos los días fue un plan de vida durante un tiempo. Conservo dos listas; en una anoté que había montado al caballo al revés, en otra que pasé la lengua por el piso de la sala de espera del dentista. Fue algo nuevo comer una mosca, y luego una avispa, igual que comerme un cabello, o escribir un breve texto sobre el gusto, con lo que logré contradecir un refrán, el que afirma que sobre gustos no hay nada escrito.
El tenedor de libros
Algunas anotaciones de mi diario muestran que deseaba trabajar para ganar dinero y viajar. La idea de seguir estudiando en la universidad no me atraía; conocía sólo algunas pocas profesiones –abogado, médico, ingeniero- que no tenían nada que ver conmigo. Como bachiller, no tendría un oficio para ganarme la vida, y entonces decidí pasarme al comercial, donde egresaría como tenedor de libros. A fines de tercer año me anoté para rendir examen libre dos materias obligatorias: caligrafía y contabilidad. Me fue mal en los dos: no sabía la diferencia entre locador y locatario, y no acerté a escribir en cursiva inglesa. De modo que seguí en el Nacional, y con el tiempo el panorama se fue aclarando y surgieron nuevos horizontes. En esto desempeñó un papel la profesora Nilda Broggini, que estaba a cargo de literatura. Un día contó algunos recuerdos sobre su vida de estudiante en La Plata o Buenos Aires, y esas descripciones me estimularon. Ser estudiante implicaba vivir solo o con otros estudiantes, tomar mate a lo largo de las sesiones de estudio y a veces pasar hambre hasta que llegaba el giro. Se trataba de una actividad independiente, que no impedía trabajar.
Entretanto, ¿que estudiaría? Ni agronomía ni literatura, estaba claro. Llegó a mis manos la Guía del Estudiante editaba por EUDEBA, y elegí una carrera corta: Técnico en piscicultura y pesca. La pesca me atraía por sus conexiones literarias con Tom Swayer y Huck Finn. La Negra Westrepp me llevó a pescar a la Laguna de Gómez y subimos en un bote; luego de darme una clase sobre anzuelos y carnadas arrojamos la línea entre los juncos, mientras el bote se bamboleaba. Esa era decididamente una buena profesión, pero en sucesivos intentos no saqué ni una mojarrita. Fue un claro signo de que el destino me tenía otra cosa preparada. Volví a leer la guía del estudiante y me llamaron la atención dos carreras de nombre un tanto incomprensible, y por lo mismo sugerente: sociología y antropología.
Una charla con el padre Puyelli me condujo a hablar con Juan Carlos Iorio, alias el Colorado, que ya estudiaba sociología en la Universidad Católica Argentina, en Buenos Aires. Según me informaron, se trataba de la ciencia del futuro. Leí sin comprender del todo La sociología como ciencia positiva, un pequeño libro de José Enrique Miguens, que después sería mi profesor y durante un tiempo mi modelo. Y en mi primer viaje solo a Buenos Aires visité la universidad y averigüé como inscribirme.
Acababa de elegir un rumbo, que me llevaría a vivir diez años en Buenos Aires, y por lo tanto me apartaría nuevamente de mi familia, así como de mis nuevos amigos de Junín. Pero esa historia requerirá otro cuaderno. Ahora, debo poner fin a esta parte, y me quedo con esta imagen: un muchacho de 16 años, en la estación de Junín, esperando el tren que lo llevará a Retiro. Tiene una valija y un bolso de mano y un proyecto y ganas de realizarlo. Está lleno de deseos insatisfechos y, todavía, de granitos, pues las aplicaciones de Rayos X del Dr. Genter, especialista en piel, no lograron eliminárselos. Tendrá que esperar, simplemente, que la adolescencia termine y la adultez avance, con sus barbas y la construcción de nuevas estrategias para sobrevivir. La vida religiosa, sus proyectos literarios, sus fantasías sobre la mujer y el amor, y el recién concebido deseo de ser sociólogo, le bastan por el momento. Se siente templado para vivir solo y afrontar situaciones difíciles. El joven está acompañado por su papá y su mamá; papá le da unos billetes, y mamá pregunta: “¿Llevás pañuelo?” Se abrazan y sube al colectivo. Los ojos se empañan pero los tres saben que en esos casos no se debe llorar.
La partida
Miro sin ver el mundo que se queda.
¿Qué dice el padre en la palabra última?
¿Qué la madre,
qué los que fueron al andén?
¿Quién parte? El hombre, pues. El corazón se queda.
Un mundo late allá, no obstante.
Qué palpitar, qué sístoles.
Hambre tengo de espacio, de una distancia que me duela mucho.
En el andén éstos no son mis padres:
son sólo ausencias disfrazadas que parecen quebrarse.
Los veré un día
o nunca.
Voy a mi asiento. Saco un diario. Fumo.
El joven no piensa en ese momento en el retorno en Chevrolet 51. Pero el sueño está ahí, como un luminoso, aunque oculto, objeto de deseo. Un deseo aún desencuadernado, manuscrito en imperfectas páginas sin numerar, borroneado, con tachas y enmiendas sobre la marcha de la vida. Es un palimpsesto donde han puesto sus huellas el inventor, el detective y el fotógrafo, el periodista y el astrónomo, y sobre todo el escritor, que al cabo, después de algunos años de autoanálisis, ha logrado esclarecer el caso. El deseo adquiere la forma apropiada para su logro y consumación, siendo ella variable en su estructura pero constante en su papel de medium, de vehículo entre el nocturno espectro del sueño y la luminosa realidad del día.
Viajé medio siglo, por lo que veo, movilizado en este mítico Chevrolet 51, sin atreverme a reconocerlo. Ése automóvil contenía una suerte de revancha, de logro personal y de clase de aquellos que habían perdido su posición, y que por una u otra razón estaban en la mala. El sueño, sin embargo, no logró concretarse bajo la forma enunciada, y este libro es la confesión de ese fracaso. Enrique Pichon Riviere me ayudó a comprender que el automóvil es un símbolo de la masculinidad y el poder, y Paracelso, comentado por Borges, que en las cenizas de la rosa está la rosa. Tengo sesenta y cinco años. Estoy retirado del ajedrez (tablas), y en el ta te ti ya encontré la casa del medio: es la mía. Aquí juego en una mesa de arena, que representa al teatro de operaciones de la vida, sobre la cual diseñé una reconstrucción aproximada una infancia, una pubertad y una adolescencia. Observarás que el diseño tiene una sólida carrocería, cubierta blanca y encuadernación binder, en caliente. No uso ya el hierro, que es un recurso mineral no renovable. Desde 1974 he plantado unos 40 árboles, que equivalen a la celulosa necesaria para esta edición, que rima con transmutación y sublimación. Por otra parte, los libros no contaminan tanto como los vehículos automotores. Por eso ahora soy bibliotecario, y descubro, al cabo de los años, que me he convertido en un tenedor de libros. Eso sí, mi letra no es del todo buena, y tuve que definir la contabilidad a mi modo: consiste en contar. Así cierro este asiento, guiado por la partida doble que debe registrar la diferencia entre soñado y conseguido, y cuando el resultado es negativo, como en este caso, deberán actuar los revisores de cuentos.
Como escritor, me obligo a ciertas cláusulas. Debo ser creíble, y manejar con precaución. No más de 51 km/hora. La lentitud paga en oro divino las faenas. Así, en el atardecer de un día agitado, puedes darte cuenta que partiste y volviste, sólo vos, tu cuerpo, tu expresión, tu sonrisa y tu probable sombrero, y que nada más tienes para cubrirte de los duros soles de la pampa. Estás desnudo, como los hijos de la mar, según dijo Antonio Machado. Y por otra parte, en secreta correspondencia, el autor está ebrio, y fumado, como aquel personaje de Stephen King[1], que concluía su novela con un champaña y un cigarrillo, luego de mirar su reloj.
Antes, había escrito la última frase, dedicada a cierta persona de la que no sabemos nada: “Cada vida es única y hay que cuidarla. Acumula ladrillos, invierte en buenos sueños. Fracasa muchas veces, que es el único arte de aprender. Y trata de no fumar ni beber mucho hasta terminar otro libro. Aprende de ti misma, sin olvidar a los demás. Tal vez tus sueños sean realizables de la forma en que los soñastes, tal vez se transformen, y eso es lo más probable, porque todo muda de forma en la cambiante vida, que es de sueño como el humo, y los sueños, sueños son, como escribió ese poeta que leíste. Es bueno escribir un diario, y hasta un periódico, y no renunciar nunca a tu proyecto. Ahora eres un árbol, pero antes fuiste semilla y luego brote tierno. Estabas ya completa. Cuida tus memorias, y ordénalas. Antes que para tu analista, son útiles para vos, como lo serán para tus hermanos, tus hijos, y tus nietos.”
Colofón
Querida tía Anita, creo que te he entretenido demasiado con esta novelita rosa y azul de mis primeros años.
Por el momento, no hay más para decir.
Biblioteca Amalio Olmos Castro, Santiago del Estero.
5 de septiembre 2009, 16:01.
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